¿Quién iba a pensar que el tiempo
se iba a ir así de rápido?
Anónimo
“Vendo dos guajolotes” podía leerse claro, escrito a plumón negro, con mayúsculas y minúsculas intercaladas, ocupando toda la hoja de una cartulina descolorida por el sol de días, dieciocho letras haciendo esta sentencia fuerte y ridícula a la vez. Transcurría la temporada de secas, en el río se veían las piedras de lado a lado sin que un solo hilo de agua atravesara entre ellas. El letrero pegado sobre la puerta llamó la atención de Amado, aunque tenía sus dudas y sus miedos, se preguntaba si las monedas que justo en ese momento traía serían suficientes para comprar esos animales; pero, además, sentía escalofríos de pensar que saliera la señora Remedios, pues seguramente era ella quien lo había escrito, y no por otra cosa, solo era que en el pueblo se hablaba tanto de esa señora.
Algunos decían que era una mujer buena, que había dejado a su marido por golpeador y que esa casa se la había comprado lavando ropa ajena, que sus hijos se habían ido al norte, que sus nueras la mantenían y que se alimentaba comiendo chocolate y colibrís; ahí era donde las historias cambiaban, nadie creía que alguien bueno fuera capaz de comer colibrís, entonces se hablaba de que era una mujer mala, que tenía túneles dentro de su terreno con salida hacia distintos puntos del pueblo, que en las noches podía volar y que en las mañanas su casa olía como si quemaran algo en las brasas.
En realidad, nadie sabía, ni Amado ni nadie, pero todo el pueblo la saludaba —ya sea por buena, ya sea por mala— y aun Amado con sus once años tenía sus dudas; aunque en el fondo él creía que era mala, en su casa solo se hablaba lo contrario y eso le generaba aún más dudas. Amado es un habitante más de Las Flores, solo que él vive en El Vado, allá donde la cuesta acaba para comenzar nuevamente, donde solo hay nueve familias o treinta y seis gentes, catorce perros, un perico, cientos de ratas, trece borregos, pero ningún guajolote; vive allí con sus padres y sus hermanos menores
El padre de Amado, Rubén Dimas, es un hombre respetable, pocas veces habla con la gente, pues él sabe bien que cualquier plática puede llevarlo a una dicharachera interminable por todos los oídos y bocas del pueblo; prefiere no hablar, seguir concentrado en sus deberes y en sus sueños; siempre usa camisa y sombrero, también por eso es respetado, pues es el único en todo el pueblo que lo porta siempre, quizá para escabullirse del vecindario, quizá para hacerle saber a sus cuatro hijos lo que significa ser originario de estas tierras. De todas formas, la broma del dinero no alcanza, también vio el letrero en casa de doña Remedios y ha considerado comprar los guajolotes. Algunos dicen que la señora Remedios sabe leer el pensamiento; él es uno de ellos, por eso es que le preocupa hacer pronto la compra de esas aves, que tal que si ella ya sabe que quiere gastar su dinero. Esto lo pone nervioso, al ser ella la persona con más edad, seguramente debe tener guardado algún secreto, un algo que justo en temporada de secas se despierta y que podría, con solo cerrar los ojos, descubrir las voces que habitan en otras mentes.
Durante la tarde, Amado rascó algunos agujeros en la tierra hasta encontrar el dinero suficiente y ya lo tiene, ha juntado unos siete pesos y como sabe que doña Remedios colecciona plumas, lleva algunas, las más bonitas, y va para allá justo ahora que el sol ha pasado su mayor altura, ahora que todo el pueblo duerme la siesta de la tarde, después de comer. Camina dispuesto, brinca piedras, patea ramas. Sabe el camino, conoce bien estos pasos, sus once años lo han llenado de saberes. Parece de pronto tener todo resuelto.
Aquí la escuela se cierra si cumples diez. Amado no quiere irse al norte donde lo espera su hermano Rubén, no cree que necesite estar lejos para encontrar una forma de ganarse la vida, sabe bien que aquí en Las Flores hay abundancia y sabe aprovecharla, sus padre Rubén Dimas le ha preguntado si es que se ira, él dice que no.
Sus manos blancas tocan la puerta de doña Remedios, golpea con la palma abierta, se asoma por alguna rendija y espera. Se guarda en una sombra. Vuelve a golpear, se asoma y no ve nada, no ve movimiento adentro, voltea a todos lados, se asoma nuevamente. No está, doña Remedios no está. Golpea con esperanza una última vez y nadie. Se sienta a esperar, la tarde es joven y a los once no muchas cosas lo preocupan; piensa en los guajolotes que está por adquirir, tiene la ilusión de que uno sea hembra. Voltea hacia el camino y allá viene doña Remedios, como del mercado, Amado salta de la piedra en la que se había sentado, con su mano le hace una seña, ella parece no verlo, camina hacia ella hasta que lo reconoce.
—Amado, ¿dónde andarás?
—Aquí nomas. Hoy no tomé la siesta y como estuve rascando encontré unas monedas —Amado le hace un ademán con las manos y doña Remedios le da las bolsas que sujeta con la misma mano que su bastón— y pues andaba esperándola.
—¿Y eso?
—Aquí le traigo unas plumas, que están rebonitas, a ver si le interesan para negociarlas.
Paran frente a la puerta de doña Remedios, la cartulina sigue ahí. Doña Remedios se busca la llave debajo de las ropas, entre las bolsas, hasta que aparece un listón percudido que algún día fue rojo. Amado la observa asombrado —recordando tantas historias— que no es gorda, que era la gran cantidad de ropa la que le da ese aspecto lento, y que portaba un llavero, herencia de su esposo, con una herradura de oro y un listón rojo como su protector. Ella jala sutilmente el abultado llavero, se seca el sudor con el antebrazo, mete la llave, da un pequeño paso hacia la puerta que se abre rechinando.
—Pasa, Amado, déjame esas bolsas allá junto al ciruelo y siéntate en la sombra, que se ve que estas igual que yo por el calor.
—Muchas gracias, pero debo regresar antes de que mi papá vuelva de trabajar, mejor de una vez le enseño las plumas, y a ver si con las monedas que traigo podemos ver lo de los guajolotes —con una mano hace sonar las monedas dentro de la bolsa de su pantalón.
—Eres listo Amado, eres listo. Mira, vengo del mercado y acabo de entregar al macho, la hembra esta allá en su corral, si quieres puedes ir a verla, mientras enséñame las plumas.
Amado saca aprisa el envoltorio, busca las monedas en la bolsa del pantalón y extiende sus manos hacia doña Remedios, ella lo mira desconfiada, mira su rostro, mira sus manos juntas. Ella se aproxima lenta, se para frente a él mientras recarga su bastón en una banca improvisada. Lo mira a los ojos, ve con ternura su corta edad, le sonríe, extiende sus manos hacia él y de un solo movimiento lo sujeta tan fuerte que él grita. Las monedas caen sobre la tierra del patio, la mirada de doña Remedios cambia, se vuelve fría, profunda. Sonríe. Amado la mira con miedo, cae al suelo del dolor, ella lo arrastra, él llora, lo lleva hasta el corral donde está la guajolota.
—¿Ahora la vez? ¿La quieres para ti? ¿Qué no la reconoces? Mírala, mírala bien Amado.
Lo sujeta cada vez más fuerte, él forcejea, todo es inútil, doña Remedios es fuerte y lo mete al corral de un solo empujón. Él llora y se sienta asustado dentro del corral. La guajolota se esponja amenazante, doña Remedios cierra la pequeña puerta con satisfacción, se alinea el cabello, se seca nuevamente el sudor y va hacia el interior de la casa. En eso, alguien llama a la puerta. Amado ya no puede gritar, doña Remedios toma su bastón y camina nuevamente lenta hacia la puerta.
—¿Quién es?
—Buenas tardes.
—¿Quién es?— repite en un tono más alto y abre la puerta.
—Soy yo, Rubén, Rubén Dimas.
—Pero qué coincidencia, Rubencito, pasa, por favor.
—Gracias, no se moleste, ¿cuánto está pidiendo por los guajolotes?
—Pues, ¿qué te parece doscientos por los dos? Son hembra y macho, esta allá en su corral —le dice señalando— el precio es bueno Rubén.
Rubén Dimas estira el cuello para verlos.
—Está bien, me los llevo, usted siempre tan buena gente.
David Rico Rocha. Comerciante y joyero de oficio, cuentista aficionado, miembro de la RED Cultural Mexicanista y fundador de Producciones con Identidad ASTILLERO.