Cuento | Vos, yo, nosotros, por Liliana Fassi

Mercedes no imaginó cuánto iba a cambiar su vida el día en que su marido le presentó a Alcides.

Roque se había jubilado un año antes. Después de someterse a los vaivenes de su trabajo como chofer de micros de larga distancia, tuvieron que acostumbrarse a una nueva rutina. Ahora compartían gran parte de los días. 

Esa mañana, mientras ella exprimía las naranjas y calentaba el café, oyó la voz de su marido. Supuso que se quejaba por algo: quizá se había cortado al afeitarse, era siempre tan descuidado; o luchaba con el último centímetro de dentífrico que quedaba en el pomo, tantos años de casados y nunca había conseguido que lo apretara por la parte de abajo; o podía ser nomás que hablara solo. A ella le pasaba muchas veces, claro que eso era cuando repasaba la larga lista de cosas que tenía para hacer durante el día. Ahora que él estaba jubilado, ella tenía más trabajo que antes. Aunque ya no planchaba las camisas y los pantalones del uniforme, lograr que la raya del pantalón le quedara bien derecha era toda una hazaña, sobre todo una sola raya, ¿por qué sería que siempre le quedaban dos? Ahora no planchaba, pero preparaba cuatro comidas porque Roque se había acostumbrado también a las meriendas y, para eso, tenía que ir todos los días al almacén y tenía que ser ella la que iba; ni pensar en mandarlo a él porque le caía de vuelta con cualquier cosa que no le había pedido y seguro que justo le faltaba lo que sí le había encargado. 

Puso sobre la mesa la jarra con el jugo, el plato con las tostadas y la manteca. Ya estaba impaciente: si él no aparecía pronto, el café se enfriaría. 

—¿No estará hablando con Juliancito?

Julián, el único hijo que habían tenido, vivía en España desde hacía tres años.

—Si está conectado y no me llamó para que vaya… ¡pobre de él!

Sin embargo, la voz provenía del baño. Sí, seguramente se había cortado al afeitarse, ahora ella tendría que buscarle el agua oxigenada, que toda la vida había estado en el mismo lugar, pero él nunca la encontraba. Todos los hombres eran iguales, parecían visitas en su propia casa.

—Roque— llamó—. ¿Puedo pasar?

—Sí— dijo él—. Vení que te presento a un amigo.

Roque señaló su imagen en el espejo y dijo:

—Te presento a Alcides.

—¡Pero mirá que sos…! El desayuno se está enfriando y vos perdiendo el tiempo.

Dio la vuelta para salir del baño, pero él le sujetó el brazo.

—¡Mecha! No seas maleducada. Por lo menos, saludá. Alcides, esta es Mecha, mi señora.

—¡Roque, termínala! Es temprano para empezar a hacer bromas. Yo pensé que estabas hablando con Juliancito.

—Alcides—dijo Roque —, perdonala a mi mujer. No sé qué le pasa esta mañana. Se debe haber levantado con los pájaros volados. Ella es siempre muy amable, ya la vas a conocer.

Mercedes volvió enojada a la cocina. ¿Cómo se le había ocurrido a Roque esa broma estúpida? 

Un rato después, él se sentó a la mesa. Ella le llenó la taza con café, le gustaba solo y sin azúcar, le acercó la mermelada y lo miró en silencio.

—Voy a aprovechar para cortar el pasto antes que llueva. Si no, después hay que esperar que esté seco —dijo Roque.

—¡Bueno! Las primeras palabras sensatas de la mañana.

—Mecha, ¿qué te pasa?—La miró sorprendido — ¿Te levantaste mal, hoy?

—¿Cómo que me levanté mal? ¿De dónde se te ocurrió esa pavada?

—¿Qué pavada? –dijo él, mientras se limpiaba los dedos con la servilleta.

Mercedes no respondió. No quería empezar a discutir tan temprano. Era como decía: desde que se había jubilado, a Roque le sobraba el tiempo. No podía negar que se ocupaba de muchas cosas, por fin alguien mantenía limpio el patio, con esos yuyos que crecían sin control por todo lo que estaba lloviendo; también había arreglado el revoque que se había caído en el dormitorio de Juliancito, por más que él ya no vivía ahí a ella le gustaba mantenerla impecable. Roque también había pintado la puerta y la ventana del frente que estaban tan arruinadas por el sol, ¿no habría que cambiarlas?, sí, por un lado era conveniente que pasara más tiempo en la casa, pero tampoco tanto. Por ejemplo, si consiguiera algo para hacer afuera durante medio día, a ella le daría un respiro.

Durante los días siguientes, Roque fue el de siempre. Sin embargo, a Mercedes le parecía que algo no andaba bien. A veces lo veía erguirse como si algo le llamara la atención o le sorprendía una mirada y un amago de sonrisa. 

Poco después, volvió a escuchar un diálogo en el baño. Oía la voz de su marido y otra que le respondía. ¡Ahora resultaba que podía cambiar la voz como los imitadores que veía en la televisión! Entró sin golpear y encontró a Roque, muy risueño.

—¿Sabés que Alcides también los conoce a algunos choferes que eran compañeros míos?

—¡Ay, Roque! ¡Otra vez! Te vas a tener que buscar algo para hacer. Ya veo que… —resopló y salió del baño.

Después del almuerzo, él le dijo:

—No entiendo por qué Alcides no te cae bien.

—Roque, no tengo el ánimo para esto.

—Yo tampoco. Te estoy preguntando muy en serio. Él sabe que te cae mal, por eso me dijo si no es mejor que venga cuando no estás. ¡Ahora falta que me corras los amigos!

Cuando su marido empezó a levantarse por las noches para reunirse con Alcides, Mercedes supo que debían hacer una consulta con el médico. ¿Sería la depresión causada por el cambio de vida? Más de una vez le habían contado que algunos se deprimían cuando se jubilaban, a ella nunca le pareció que Roque fuera de esos, pero estaba claro que algo le pasaba. ¿O sería esa cosa, cómo se llamaba, parecida a la menopausia de las mujeres? Por algunas amigas sabía que los hombres a esa edad se ponían malhumorados, que en la cama no hacían gran cosa, pero nunca había escuchado que vieran amigos en el espejo.

Decidió pedir un turno con el médico de cabecera.

—Roque, esta tarde tenés turno con el doctor Londero.

—¿Para qué?

—Porque hace rato que vos no estás bien.

—¿Y se puede saber qué tengo?

—Que estás portándote raro, que ves cosas que no hay…

—¿Como qué?

—Roque, ese Alcides que vos decís no existe. 

Él se enfureció. La tomó del brazo y la arrastró hasta el baño. 

—¡Mirá! ¡Mirá si no existe! —Le sostuvo la cara frente al espejo— ¡Ahí lo tenés! ¡Ahora decime que son imaginaciones mías!

Mercedes miró la cara de su marido en el espejo, desfigurada por la rabia,  y por unos segundos le pareció que detrás de sus facciones se proyectaba otro rostro. ¡Ay, Dios! Faltaba que se le contagiara la locura. 

Ella no era sugestionable, pero de a poco empezó a sentirse incómoda en el baño. Cuando se bañaba le parecía que la espiaban, no podía ser tan tonta, pero empezó a secarse y vestirse atrás de la cortina, por más que era incómodo porque a veces la toalla se le caía o la ropa se le mojaba. Le daba vergüenza si la llegaban a ver desnuda, con toda esa celulitis y con la cicatriz de la cesárea, Roque estaba acostumbrado, pero… ¿pero qué barbaridades se le estaban ocurriendo? 

Cuando limpiaba lo hacía con rapidez y salía sin mirar alrededor. Una mañana se salpicó la cara con lavandina. Corrió a enjuagarse y, cuando se secó, vio una sombra en el espejo superpuesta con su imagen. Se le paró el corazón, bueno, era una forma de decir que se quedó helada y se le puso la piel de gallina. No, no podía ser, la lavandina le tenía que haber irritado los ojos, con tal que no fuera grave, ¿tendría que ir a la clínica para que la revisaran? ¡Eso faltaba! Pero no podía ser otra cosa. ¿O sí? ¿No sería mejor que fuera con Roque a hacer una consulta? Roque no había querido ir a ver al médico de cabecera y ahora ella creía que lo que necesitaba era un psiquiatra. Se estaba poniendo cada vez más agresivo y no había duda de que eso a ella la estaba afectando. Sí, era urgente hacer una consulta. Roque necesitaba que le dieran algo, faltaba que ella también empezara a ver al famoso Alcides, aunque tenía que reconocer que cuando escuchaba a Roque hablar con su amigo, le cambiaba tanto la voz que realmente parecía que había otro hombre. No, si era lo que decía, ahora también lo empezaba a oír ella. ¡Cartón lleno!

Cuando le dijo a Roque que tenían turno con un doctor, ella lo había sacado por su cuenta, ¿qué otra cosa iba a hacer?, por supuesto que no le dijo que era un psiquiatra, ni se le ocurriría, pero igual él se negó a ir. Cuando insistió, la golpeó por primera vez. 

El psiquiatra no quiso darle ninguna medicación sin verlo antes, le hubiera costado muy poco hacerle una receta por alguna cosita suave, tampoco pretendía doparlo, pero no, le dijo que no, que quería verlo, ¿cómo iba a hacer ella para llevarlo, si justamente por eso había ido sola?

A medida que pasaban los días, Roque se volvía más violento. Alcides llegó a estar presente en cada cosa que hacía y decía, ella ya no podía soportarlo, si le daba la impresión de que ahora tenía dos maridos. Lo peor fue que un buen día el otro empezó a mandarle a decir cosas con Roque y hasta parecía que la conociera, por cómo sabía lo que le gustaba y lo que pensaba, casi la hacía sentir de nuevo joven y linda. A veces hasta se parecía a Roque cuando recién se conocieron y se pusieron de novios. ¡Jesús Santo! Era cierto: se estaba volviendo loca ella también. ¿O no?

Un día, la pelea fue peor que nunca y, esa vez, Roque la golpeó con el puño cerrado; eso ya no estaba dispuesta a soportarlo, en la tele y en las revistas siempre decían que la mujer no tiene por qué aguantar el maltrato del hombre por más que fuera su marido. Buscó en su celular el número de la policía que tenía agendado por las dudas —uno nunca sabía cuándo lo podía necesitar— y llamó pidiendo ayuda. No tardaron mucho en llegar dos oficiales, o vaya a saber qué serían, pero a ella le pareció mejor tratarlos de oficiales, por respeto y esas cosas; les explicó lo que había pasado. 

A Mercedes ya se le había hinchado la mejilla cuando el patrullero se llevó a Roque detenido, él no se resistió, los uniformes siempre le habían inspirado mucho respeto. Ella entró a la casa, cerró la puerta con llave, no fuera cosa que a los policías se les diera por volver o Roque se les escapara, fue al baño y se paró frente al espejo: 

—Querido, ya se lo llevaron. Ahora estamos los dos solos.


Liliana Fassi (1962). Licenciada en Psicopedagogía, graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, República Argentina). Tiene tres libros publicados, en los cuales recrea la historia de la inmigración en su país: En busca de un tiempo olvidado. Un viaje a mis raíces para recobrar historias de inmigrantes (El Mensú, Villa María, 2010), Pinceladas de la Pampa Gringa (El Mensú, Villa María, 2012) y Los hilos de la memoria (El Mensú, Villa María, 2018). Entre 2010 y 2019 participó en nueve Antologías de cuentos y relatos editadas por Instituciones culturales de diversas provincias argentinas y de Uruguay. Ha recibido Premios y Menciones en Concursos Literarios organizados en Montevideo (Uruguay) y en provincias de su país.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Muy interesante el reverso de la lectura, saludos

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