Cuento | Wittgenstein, el doble, por Aldo Barucq

Nuestra escritura es nuestro doble. Somos lo que escribimos. Somos como nos leen. 

Aunque parezca mentira —por su rostro severo en fotos y portadas de libros, a pesar de su escritura rígida, casi militar— Ludwig Wittgenstein también fue niño. Aunque la frialdad de su pensamiento lógico lo ponga en duda. Le gustaba ir a las ferias acompañado por sus padres, igual que a los otros niños de su edad; aquel día, le pidió dinero a su papá y fue directo a comprar un boleto para entrar a la Casa de los espejos. No hizo caso a su madre que le recomendó comprar una bolsa de palomitas o un algodón de azúcar. Él lo tenía decidido ya, más cuando leyó el letrero que colgaba en la entrada de la casa: “Más de mil espejos donde puedes encontrarte si te has perdido.” 

Y entró.

Siempre tuvo un alma curiosa. Algo dentro de sí que lo empujaba a preguntarse el por qué de las cosas que lo rodeaban. Para él, el mundo era un mapa inmenso de misterios. ¿Por qué las cosas se llaman de un modo y no de otro? ¿Por qué los perros se llaman perros? ¿Por qué hay cosas que se parecen pero no son lo mismo?, se preguntaba. Del mismo modo, siempre le inquietó el enigma oculto tras el mecanismo de los espejos e hizo todo por saber quién o qué era el niño que se le aparecía justo cuando se paraba enfrente de uno. No era él mismo, de eso estaba seguro, porque él estaba ahí parado y podía moverse más allá del contorno del espejo sin desaparecer, dado que al retirarse del marco, de inmediato tocaba su cuerpo para comprobar que seguía ahí. Apegado a su verificación empírica siguió investigando hasta estar seguro de su existencia más allá del reflejo. Levantaba su brazo derecho y el niño del espejo levantaba el izquierdo, lo mismo ocurría con cada parte de su cuerpo. Tenía la certeza de que las manos que veía frente a sí mismo eran suyas, les ordenaba moverse y lo hacían, pero ignoraba si ese otro ser era una extensión de él, como una parte de su cuerpo que se limitaba a obedecerlo. Eso le pareció cruel. Ludwig no quería esclavizar a ese niño, ni a nadie, pero tampoco podía impedirlo.

Llegó a la conclusión de que tenía un doble, que había en él un primer y un segundo Wittgenstein. Lo confirmaba siempre que en la escuela le decían cosas como “conócete a ti mismo” o cuando su madre le reprendía diciéndole “analiza tus actos”. Pensó que para conocerse a sí mismo o para analizar sus actos, tenía que mirarse de lejos, tenía que salirse de su cuerpo para verse mejor. Entonces creyó que tal vez para eso servían los espejos, pero, ¿con un espejo sería suficiente? ¿Qué pasaba con sus otros reflejos en el cristal de las ventanas o en el agua de los estanques? ¿Eran otros o el mismo? ¿Cómo podría verlos a todos al mismo tiempo? 

Incluso para los adultos, esas preguntas quedan sin respuesta hasta el día de su muerte. Todos intuyen que tienen un doble adentro, pero ante la falta de respuestas se resignan, se vuelve algo tan normal que ya no se espantan cuando les habla desde su cabeza; por ejemplo, en las noches, cuando están en la cama, se preparan para dormir y conversan consigo mismos sobre los eventos del día o los pendientes de mañana. No se asustan de que ese otro yo les hable, pero tampoco pueden explicar con certeza de dónde proviene esa voz. Y nos parece normal pensar que un fantasmita habita dentro de nosotros, controla nuestras acciones y pensamientos, como si fuésemos robots. Una idea por demás aterradora, pero fosilizada en nuestra cabeza. 

Ludwig concluyó que los espejos eran ventanas místicas cuya maravilla consistía en presentar, de manera escalofriantemente puntual, a dos personas muy parecidas para que ambas se estudiaran. 

Cerca de la pubertad sus manos comenzaron a llenarse de protuberancias que, aunque no le generaban malestar, los demás niños de la escuela se burlaban de su defecto. Durante un tiempo no quiso asomarse al espejo, seguro del maleficio que le impondría injustamente a su reflejo, pues tenía la certeza de que al pasarle sus verrugas en las manos, también sufriría burlas y apodos de los niños del mundo del espejo. Ahí también vivirían los dobles de sus compañeros de la escuela. Ahí también tendría la maldad un doble. Allá existiría la crueldad. Así que un día se colocó en un ángulo en el que no pudiera reflejarse y arrojó una piedra contra el espejo haciéndolo trizas al instante. Solo así podría salvarlo. 

Entró a la Casa de los espejos armado con piedras en los bolsillos sin que nadie se diera cuenta. Acabaría con todas las posibilidades de hacer sufrir al otro. A pesar de que el primer pasillo estaba completamente oscuro siguió de frente, sin ver nada, a tientas para no chocar con algo. A lo lejos, una sombra comenzó a aparecer. Caminó de frente, empuñando la primera piedra, solo bastaba con cerciorarse de que era él. De pronto las luces se encendieron: efectivamente, la sombra se iluminó dejando su lugar al doble e, inmediatamente, Ludwig arrojó la roca contra el niño, quien se derrumbó al unísono de los vidrios cayendo. Desapareció.

El horror vino después, al percatarse de que estaba rodeado por espejos de tamaños distintos que proyectaban incontables réplicas. Estaba solo ante todos ellos, multiplicadamente solo, ante una congregación de dobles deformados: unos eran más altos de lo normal, otros eran enanos, flacos, gordos, con extremidades enormes o rostros transfigurados, pero todos con las manos cubiertas de horribles verrugas. Ahogado por la sorpresa, comenzó a estrellar las piedras que le quedaban contra cada uno de los reflejos. Así los fue matando de uno en uno, envuelto en un estrepitoso caos de espejos rotos hasta que notó, en los pedazos regados por el suelo, el inicio de una emboscada, pues cada uno de los fragmentos no hacían sino reproducirlo una y otra y otra vez. Corrió por las demás salas destruyendo cualquier indicio del otro, obteniendo el mismo resultado: por todos lados fragmentos de espejos en los cuales se replicaba hasta el infinito. 

Las piedras se le terminaron. Estaba rodeado. Vio reír a sus dobles aun cuando él cargaba con una mueca de desesperación y miedo. Extendió la vista hacia los demás pasillos, vio que aún quedaban incontables espejos frente a frente, haciendo una serie de infinitos cercados por los muros de la casa. Pensó que le había fallado al niño, se culpó por reproducir un error incontablemente, por replicar su deformidad infinitas veces. 

Comenzó a correr por los pasillos buscando una salida, perdido en el laberinto de dobles cambiantes, perdido en su propio abanico de pantomimas copiadas. Huía, pero no hizo sino prolongarse y reproducirse, incierto, en la vertiginosa telaraña de espejos dentro de otros espejos, sin saber dónde terminaba su cuerpo y dónde comenzaba el de los otros niños. Se volvió uno con los demás. 

Extraviado para siempre.

Años más tarde, entendió que todo el universo cabe en el encuentro de dos espejos. El mundo es el doble del lenguaje y viceversa, según su Tractatus lógico-filosófico, que es a su vez dos cosas: un reflejo de su trauma infantil y el comienzo de su fractura, la escisión entre dos personas. 


Aldo Barucq. (Aguascalientes, 1994). Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Docente de Filosofía y Literatura en Aguascalientes. Becario Interfaz 2018. Premio Interuniversitario de Creación Literaria Mtro. Felipe San José González. Premio Estatal de Ensayo Conmemorativo José Guadalupe Posada. Formó parte del Primer y Segundo Encuentro de Narradores de Aguascalientes por IMAC. Seleccionado para el Primer y Segundo Congreso Nacional de Creadores Literarios.

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