El coraje es miedo que ha rezado sus oraciones.
D. Foster Wallace.

La piel tiene una memoria cruel: como una computadora rudimentaria, transmite información en forma de células muertas que pueden generar enfermedades crónicas. El daño puede venir por la excesiva exposición al sol o el frío, desde una psoriasis hasta un melanoma. La piel siempre busca el punto medio, exacto, para que su memoria no tenga que ser expuesta de forma despiadada.
Si consideramos a la piel parte de la Gran Máquina (que es el cuerpo), la memoria sería su Gran Sistema: un sistema expuesto puede llevar a desencadenar problemas más graves; principalmente el deterioro más rápido de todos sus componentes y una destrucción inminente. Sin embargo, este sistema tiene entrada y salida. La memoria transmite información y también recibe datos para procesar. Es curioso el alcance de este Sistema y su paso por generaciones; tan raro puede resultar el sistema de la memoria genética que uno puede no distinguir el color verde, rojo y azul; y ver el mundo de su abuelo daltónico que presenció la invención de la televisión, pero ahora en una pantalla 4K.
Pero ¿qué pasa si, por ejemplo, nos tenemos que someter a un tratamiento con un parche transdérmico de fentanilo de 25 microgramos/hora (un analgésico opiáceo para inhibir el dolor prolongado)? La memoria encuentra su equilibrio en una información sintética de fórmula C22H28N2O. Es relativamente fácil engañar al Gran Sistema operativo del cuerpo porque, así como la piel, todos los órganos: dedos, huesos, ojos, hígado; contienen y guardan memoria de todo lo que les ha pasado. Claro que se recuperan y sanan, pero es difícil dejar atrás el rencor de la cicatriz, esa exposición debilitante.
Hablando de Grandes Cosas, hablemos de la Gran Cicatriz, esa que todos tenemos guardada en algún lugar del cuerpo y que palpita de vez en cuando: la niñez. La mía, por ejemplo, la recuerdo como una caja de juguetes; juguetes que mis papás compraban en el tianguis: dos tigres de plástico mal pintados, dos leones, dos pokemones diferentes, dos estuches para tazos para no pelear con mi hermano. Siempre en pares. No un sistema binario, sino la posibilidad de existir los dos en un mismo punto, algo teórico-cuántico: probando la misma experiencia, sintiendo la misma textura plastificada de los muñecos transparentes de Dragon Ball pero con la diferencia de vivir en cuerpos distintos y, por ende, experimentar un mismo acontecimiento de manera diferente. Mi Gran Cicatriz también tiene unos lentes de pasta azules para curar mi estravismo, algunas presiones parentales y cirugías bucales. En mi opinión, el olor del látex y eugenol fue determinante para mi iniciación en la escritura de ficción.
Alguien dijo que la memoria es el deseo satisfecho, que no recuerdes algo, quizá signifique que ya no existe, porque el deseo ya no existe cuando se alcanza. Aunque el olvido, quizá, sea un mecanismo de defensa para que la vida cavernosa actual no contraste tanto con el pasado luminoso que huele a consultorio dental. No existen los recuerdos objetivos, a lo mejor no existió esa tarde, a lo mejor no existió ese beso: el olvido es nuestro parche transdérmico de fentanilo pues los procesos del olvido
“…se llevan a cabo por difusión pasiva. La velocidad y la magnitud de este transporte están gobernadas por la ley de Fick, según la cual la velocidad de difusión es directamente proporcional al coeficiente de difusión y al de partición del principio activo y a la solubilidad del mismo en el medio acuoso que rodea la membrana, siendo inversamente proporcional al grosor de la membrana a ser atravesada”
(Villarino — Landino, 30).
Es decir, mientras más gruesa la capa de recuerdos, menos eficiente la penetración de la droga a través del estrato córneo; sin embargo, hay una difuminación del recuerdo; si bien no a un nivel alto, sí se borran algunas palabras y cambian algunos detalles: ello es suficiente para crear un recuerdo completamente diferente.
Una teoría afirma que el mundo objetivo no existe. Que todo el mundo representado es sólo una concesión universal de los mundos individuales. Que el mundo sólo existe porque creemos que así es el mundo; que cada persona tiene una visión y el mundo físico es sólo una especie de diplomacia entre perspectivas personales. Así se creó el color rojo, por ejemplo, mi favorito desde que tenía 6 años porque mis padres así lo quisieron. Yo era rojo y mi hermano era verde: como dije, un par de gorras de diferente color para no pelearnos. Y así se demuestra que el mundo real no existe sino sólo los colores, yo acepté esa concesión en mi niñez; y no había forma de que otro color fuera mi favorito, si la felicidad era roja; mi color favorito debía ser rojo.
Cuando era niño, Philip K. Dick fue a una sala de cine con su madre Dorothy. Al inicio de la función se presentaba propaganda nacionalista donde estadounidenses quemaban con lanzallamas a algunos japoneses. El propósito de su madre era enaltecer la sensibilidad y antimilitarismo de su hijo por medio de esas imágenes atroces. Pero el pequeño Philip no observó eso; él observó, con sus ojos y su sensibilidad de niño esquizofrénico, la sala de cine en la que estaba encerrado y el haz de luz que venía del proyector. Sintió que el mundo siempre había sido eso: que él era prisionero en una sala de cine y que él se encontraba en la función de la película de su vida, y que al salir habría una ciudad imaginaria llamada Berkley; y, para culminar este pensamiento lúcido y enfermizo, se dijo a sí mismo que no se dejaría engañar por el mundo de allá afuera. Que salir del cine sólo sería una ilusión porque en realidad él seguiría en la sala viendo la película de su vida. Philip escribiría “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” y especularía, a lo largo de toda su vida, la posibilidad de que sufriera esquizofrenia. Esa fue la última vez que Philip vio a unos soldados japoneses ardiendo hasta morir, afortunadamente. Los hermanos Dick habían nacido prematuramente y su hermana Jane C. moriría un mes después de su nacimiento; aprovechando la tumba de la pequeña Jane, su padre había grabado el nombre de Philip, pues pensaba que tendría un destino parecido; pero Philip K. Dick viviría hasta los 53 años y regresaría con su pequeña hermana al final, en un cementerio de Colorado. Quizá aquel cementerio siempre le había llamado, como un destino.
Y es cierto que estamos por última vez en todos lados; si, como dice Heráclito, un río nunca es el mismo río; nosotros no nos reconocemos en el espejo ni el espejo sabe quiénes somos ahora. Tenemos ciertos rasgos: una cicatriz en el mentón, el sueño recurrente del mar comiéndose la casa; y responde el espejo “no, tú no puedes ser ese niño ¿dónde está tu gorra roja y tus dientes chuecos? ¿dónde tu manía por morderte los dedos? ¿dónde tu carisma perruno de niño tragón?”. Y le decimos que sí, que esto queda; que somos las ruinas de aquel niño que pensaba que nunca iba a ser piedra sino árbol: siempre creciendo. Y ahora somos un puño de grava que apenas recuerda que alguna vez fuimos montaña, una pequeña, pero montaña a fin de cuentas. “¿Con que tú eres el pequeño Phil del que tanto hablaba Jane? ¡Que acabado te ves!” habría dicho la tierra que lo recibió. Quizá la tierra también tenga memoria.
Pienso que la memoria de Philip lo arrastraba, de alguna forma, a ese hoyo. Una memoria completamente expuesta regía su vida, y su deterioro mental sólo lo impulsó a seguir un mito personal: la hermana fantasma, la no existencia de experiencias reales. Además se dice que, como parapléjicos, ya no sentimos nada de la niñez para arriba. Acaso una sucesión furiosa de sentimientos a los 16, que nos deja la horrible secuela y el miedo a volver a sentir tantas cosas al mismo tiempo: “nunca más”, decimos. Bueno, quizá otra vez y ya. Quizá me enseñen, otra vez, a caminar; con la punta de los dedos, algo sigiloso; o con las manos, definitivamente algo más divertido.
Pero como nuestros cuerpos son máquinas, recordamos lo que quisimos decir con ese paso en falso, lo que fracasamos en transmitir en algún momento: como máquinas intermitentes que contienen su mensaje y que, al abrir una compuerta secreta, en un sólo instante vuelca todos los mensajes (incluso los atascados) y que cuando quisimos decir mar dijimos tsunami, cuando quisimos decir fogata dijimos incendio, y que cuando ya no quisimos decir nada dijimos abismo.
Nada queda de aquella felicidad despreocupada y libre de la niñez. Nada. Menos que nada. Y si algo queda es el recuerdo, que sólo proporciona una nostalgia y melancolía abrumadora.
Y es que ni siquiera somos adictos a la Felicidad, sino al impulso frenético que tenemos por poseerla y revolcarnos con ella. Me atrevería a decir que somos adictos al supuesto camino de la felicidad. Y cada vez que la tenemos, sentimos que no es la misma, que hay otras cosas en qué pensar, que hay otras cosas que intentar, que quizá no somos tan buenos, que la suerte se posó un ratito afuera de la ventana y la geografía de la felicidad se disuelve y se vuelve camino de piedra lisa, y nosotros ya tenemos las suelas desgastadas y compramos un Parche Transdérmico de Felicidad Sintética®.
No sentimos ni el dolor de manera real, consentimos una filtración espasmódica de un proceso parecido al dolor y cuando rozamos, si quiera el límite de lo real, vamos a hacer yoga, a escalar una montaña para jamás tener que hacer trámites burocráticos con sentimientos reales. Acompañarnos de la tristeza también es existir. La tristeza no es una forma, la tristeza es un acontecimiento.
No sentimos la infelicidad porque, en primer lugar, ni siquiera sabemos qué es. No podemos relacionarnos con lo ausente y entonces nos relacionamos con lo sintético y nos obsesionamos con la idea de que el camino a la felicidad más plena es el punto medio, cuando en realidad es un camino a una adicción insondable, un estado extremo de disociación macabra.
A veces, mi parche transdérmico se me cae por el sudor del verano mexicano y le rezo a d(D)ios para que me trasplante una piel que no tenga hiperhidrosis y me acuerdo de lo que siente Don Gately; que al rezar trata de lograr la imagen espiritual de un Dios que le pueda comprender, pero no siente Nada, no nada sino Nada®: un vacío sin límites que de algún modo siente que es peor que su ateísmo. Y que, en ese momento, la mera idea de un Dios comprensivo lo hace querer vomitar de miedo. ¿Algo que no puedo oír ni tocar? De acuerdo. Pero ¿algo que ni siquiera puedo sentir en esta máquina que recibe tanta información?
Villarino, Landoni. Administración transdérmica de fármacos: una alternativa terapéutica. Cátedra de Farmacología. Facultad de Ciencias Veterinarias. Universidad Nacional de La Pata. 28–37. CONICET.
Rodrigo Mora (cdmx, 1996). Fantasma de tiempo completo. Ha colaborado en revistas como Rojo Siena, La rabia del axolotl, La liebre de Fuego, Marabunta y escrito reseñas para Cultura Colectiva. Actualmente, tiene una columna en la revista Palabrerías y es parte de En la Web: antología de relato web en español. También experimenta con la crónica, la narración y el diario en Medium. Su color favorito es el rojo-rojo.
INSTGRM: @palinurodemexico
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