—Mamá tiene cáncer—recuerdo esas palabras y el peso de su impacto me siguen sofocando. La diferencia ahora, del momento en el que las escuché, es el movimiento perpetuo mantenido para evitar que mis pensamientos me agobien; las recuerdo cuando me levanto (a sabiendas que en el instante que ponga un pie fuera de la cama mi día dejara de pertenecerme) a sanitizar las habitaciones más transitadas, cuando me pongo cubrebocas junto a gafas protectoras y guantes para salir por medicamentos para aminorar y con suerte aliviar algún dolor que llegó sin avisar, cuando forzó una sonrisa pasiva (los médicos insisten mucho que como familia debemos estar tranquilos y no dejar que nos vea sintiéndonos mal pues la mitad de la recuperación es anímica) al escuchar llantos y deseos de muerte que claman que los dolores por las quimioterapias se detengan, cuando salgo corriendo de la casa por una venda o alcohol para limpiar una herida inesperada, cuando tenso los músculos en medio de una crisis nerviosa azotándome mientras soluciono lo mejor que puedo las oleadas de sufrimiento físico y mental que inundan la casa de gritos, cuando lloro en silencio en mi cuarto a oscuras tratando de que nadie me escuche, pero sobre todo las recuerdo tengo que regar el jardín de mamá.
Uno de los mayores deseos de mi madre siempre fue tener su propio jardín, poder cuidarlo, decorarlo y mantenerlo siempre verde, a sus palabras: “Cuando veo mi jardín cuidado y verde, lleno de vida, siento que yo estoy llena de vida”. Para ella sus plantas y árboles son un reflejo de su estado de ánimo, de sus pensamientos, de su salud, no es exageración decir que de cierta forma su jardín es su vida.
Después de haberme quedado paralizado al recibir la noticia por parte de mi hermana del cáncer de mamá, y de tragarme la posibilidad de que pudiera morir, lo primero en lo que pensé fue que por los tratamientos ella ya no podría cuidar su jardín. Sabía, por anécdotas de gente conocida, lo que los tratamientos provocaban en las personas, temí por eso de inmediato, ya no podría salir a sentarse en medio de sus árboles que tantos años ha trabajado para que crezcan, ni podría acostarse en su hamaca a disfrutar la tímida luz que se cuela entre las hojas, no podría reírse fascinada al ver mariposas entre las enredaderas ni emocionarse al ver algún que otro colibrí que iba a visitarla. Mamá no podría ver su jardín.
Esa idea me quebró y me hizo llorar.
—No acepto que yo esté enferma—me dijo al recibirla en la calle, cuando llegaba del hospital. Hace eco en mi interior, el sonido que emite de su boca me parece tan ajeno y tan mío al mismo tiempo, su voz es mi voz en esos instantes, como sus gritos los míos cada que le pide a Dios que la mate porque ya no soporta más el dolor, como su llanto mis lágrimas silenciosas y su desesperación mi vida porque no sé que hacer para ayudarla. Me siento y sé intruso al sentirme así, porque nada en la vida podrá equiparar lo que siento a lo que ella atraviesa sabiendo que algo dentro de ella la está asesinando y le está quitando, sólo quitando…
Sólo pude abrazarla tratando de protegerla, como si eso de algo sirviera. Papá fue por nosotros para que entráramos a la sala y pudiéramos llorar junto a él y mi hermana, abrazados, diciéndonos que saldríamos adelante juntos.
Al día siguiente, mientras iba al hospital a empezar con estudios, tomé una manguera y comencé a regar cada planta y cada árbol en la casa. Mi hermana me vio, no dijo nada, sólo agachó la mirada y permaneció al pendiente de su celular atenta a cualquier novedad. Pasaron los días y nos leíamos nombres indescifrables de múltiples diagnósticos y de distintos tipos de tumores y tratamientos. Ninguno de los dos entendíamos nada, pero asentíamos, sabíamos lo que tenía pero ignorábamos qué era.
En la primera quimioterapia, inesperada para todos, principalmente para mamá, corrí a comprarle una flor dalia, la planté y la regué, esperando… Aún sigo sin saber que estaba esperando ¿Acaso que la flor la ayudara a contrarrestar la sensación de estar incendiándose por dentro sin nada que pudiera aliviar, aunque fuera un poco, el estremecimiento de sus órganos derritiéndose? ¿O que la flor le subiera los ánimos y le devolviera la sonrisa que llevaba meses perdida? Tal vez la flor era para mí, para decirme que ella viviría.
No duermo mucho, aprendí a no hacerlo después de que le dieron las primeras crisis en la madrugada y tardamos en despertar ara ayudarla. Las pesadillas ayudan a que pueda mantenerme el mayor tiempo posible en vela.
Cada que mamá se quedaba dormida, o antes de que despertara salía a regar las plantas, trataba de cuidar lo mejor posible de su jardín, de mantenerlo verde y lleno de vida como a ella le gustaba. Regados constantes tres veces a la semana, prioridad por encima de muchas otras cosas. Comencé a ser el acompañante en las quimioterapias y los estudios, ahora me despertaba mucho antes de que el sol saliera y arreglaba una bolsa con sus documentos y medicamentos para ser copiloto de mi papá en un viaje de más de cientos de kilómetros, atravesando múltiples ciudades, hasta el hospital de oncología más cercano. Cada vez, al día siguiente de regresar, regaba el jardín.
Durante meses mamá no podía salir de su cuarto debido al agotamiento, así que durante meses tuve que tener fe en que lo que estaba haciendo iba bien, que estaba cuidando adecuadamente su vida que había anhelado por tantos años y que ahora no podía cuidar pues era tanta su tristeza y dolor que hasta se había olvidado de su amado jardín.
“Puedo hacerlo, yo puedo hacerlo. Cuando pueda verlo lo verá verde y sonreirá, así será”.
El tiempo pasaba dolorosamente lento y sólo me quedaba esperar sentado en medio de la tierra mojada, viendo las sombras a mi alrededor, incapaz de subirme en la hamaca pues no lograba reunir las energías suficientes para hacerlo. Tres veces a la semana, muchas veces el regado era interrumpido porque había que ayudarla en una crisis, o porque se necesitaba una carrera a la farmacia, o por mil y un razones más, pero siempre terminé los cuidados, aunque me costara horas.
—Mamá tiene cáncer—suelo susurrármelo mientras cuido su espacio anhelado por años—, mamá tiene cáncer—me lo repito cuando siento mi cuerpo desvaneciéndose ya pero aún hay cosas por hacer—, mamá tiene cáncer—me recuerdo porque a veces pareciera que todo ha sido una pesadilla y algo dentro de mí no quiere acabar de creerla—, mamá tiene cáncer.
Hoy es el día de su cirugía.
Me pone nervioso viajar en silencio en medio de la oscuridad a su lado, dándole la mano, camino al hospital, y saber que estamos lejos de casa, que estamos lejos de las plantas y los árboles, que ella no vio el estado de su vida antes de que saliéramos de la casa.
Está entrando al hospital con papá de la mano, ambos tiemblan.
Lo único que puedo decirle a manera de despedida al abrazarla y después verla desaparecer detrás de las puertas de cristal de oncología es: —Yo estoy cuidando tu jardín mamá y no dejaré de hacerlo.