Hace tres meses que el gobierno me prohibió salir de mi casa, más o menos por las mismas fechas en las que fui declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad:
La última mujer mexicana.
Se esperaron a que sólo quedara una. La competencia fue reñida, pero, finalmente, Martha murió a manos de su esposo. Pensé que la victoria sería más agradable. Después del evento de premiación, pusieron un ejército fuera de mi casa, me separaron de mi marido y de mis hijos. Las medidas de prevención, ahora que era un objeto único, tenían que ser mayores:
—Eres como un diamante —aseguraba el Presidente mientras me acompañaba—, tan valiosa que te tenemos que tener detrás de una vitrina para que nadie te robe.
No creo que los diamantes extrañen a su familia y no me queda claro por qué, si no quieren que nadie me vea, permiten la ocasional junta televisada con un político que pretende maravillarse de mi existencia y promete hacer todo lo posible para mantenerme con vida.
Quitaron todas las herramientas filosas de mi casa, me prohibieron llevar a cabo cualquier actividad arriesgada y clasificaron con este adjetivo incluso el acto de cocinar:
—No te vayas a cortar —me respondió a través de su mensajero el empleado de la sociedad de conservación, después de un mes de que pedí el permiso para hacerlo.
La ventaja es que aún me permiten ver la televisión. Restringen sólo la programación que en la nueva constitución clasificaron como NAPM —No Apta Para Mujeres— y el resto, que en su mayoría son reproducciones de telenovelas viejas, lo puedo mirar a mis anchas. Me parece fascinante:
Un México en el que dos protagonistas de diferente sexo se aman.
Ahora estoy obsesionada con una que toma lugar en una oficina. A mi no me tocó, pero he escuchado que, antes de que la violencia para educarnos se aceptara en la ley, había mujeres que trabajaban sin el permiso de sus maridos. Parece un mundo lejano, ridículo incluso.
—Como si esto fuera Estados Unidos —me digo y una pequeña sonrisa sarcástica se dibuja en mi rostro.
No a todas las mataron. Muchas se fueron para allá. Las que pudieron, por lo menos. Incluso después de que les dejaron de expedir los pasaportes algunas se colaron en los vuelos con papeles falsos y disfrazadas de hombres; y, desde el principio, varias se fueron de mojadas. Pero a las hijas de las que se quedaron ni siquiera se nos ocurrió que existiera la opción. Todo fue tan paulatino que casi nadie se dio cuenta.
No sufro por ser la única:
—Lo malo de la soledad, es que te acostumbras —decía mi abuela.
Y yo ya estoy muy acoplada. No imagino intercambiar consejos sobre mi periodo con otra mujer o hablar de hombres con mis amigas. Eso es lo que hacían las señoras antes de que la Nueva Constitución entrara en vigor, me lo contó mi papá de pequeña cuando le pregunte cómo había sido mi madre.
Tampoco quiero escapar. No encuentro el sentido de hacerlo, no importa a donde vaya, siempre seré lo que soy:
La última.
Podrá haber otras mujeres en el mundo, pero ninguna de ellas entenderá mi situación y, como me lo explicó mi marido, si me voy, en el extranjero me verán como un espécimen raro:
¿Para qué hacer el esfuerzo de viajar si en realidad en ningún lado nos quieren?
Aquí por lo menos vivo cómoda. Tengo a mi disposición a un cocinero que me alimenta y a un joven encargado de traer el mandado. Yo nunca había visto a un hombre que haga alguna de esas dos cosas. En mis épocas de capacitación, cuando me quejaba de que me obligaran a ir al mercado, mi madre me preguntaba para que serviría si no fuera para eso:
—Mujer y fea —solía exclamar en con un dejo de enojo que debelaba detrás de él las muchas noches de angustia que ya para ahí eran costumbre.
Yo subía y bajaba mis hombros sin preocuparme de más por el futuro:
Vendría lo que me tocara. Y, la verdad, no me fue tan mal y es que a todas les fue peor.

Ivonne Gamus Harari (Ciudad de México, 1989) Estudió Filosofía en la Universidad Iberoamericana y cursó la maestría en Guión en CENTRO. Ha colaborado en Punto en línea, Letralia, Nylon, Púrpura y Tiempo y Forma, así como en la antología Con el alma en la tinta (Aléf, 2006). Forma parte del comité seleccionador del Festival Internacional de Cine Judío en México.
Lo que más me gustó de esta historia es que está cargada de sensaciones. Percibí perfectamente el abandono, la indefensión, la fatalidad, originada por la imposibilidad de la mujer de cambiar su realidad adquirida y aceptada.
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