En pocos días empezará la época de tornados y, sí, en aquel pueblo tan pequeño y tranquilo se respira un ambiente de incertidumbre, miedo, tristeza, angustia, fe y esperanza; dualidad de emociones por los desastres que generan estos eventos naturales. El pueblo entero toma sus previsiones: revisan, acondicionan sus sótanos y aseguran sus pertenencias con cadenas lo mejor posible, pues un tornado es sinónimo de destrucción sin compasión, de pérdida, material de desaliento y tristeza humana. Sin embargo, la compasión, la solidaridad, el amor y la empatía que nacen de la nada se respiran, se trasmiten y forman una luz que permite generar un poco de fortaleza y así sobre pasar estas épocas.
La espera terminó y el primer tornado de la temporada se hace presente levantando y llevándose todo lo que a su paso encontró; sin compasión, con furia, con fuerza. Ese torbellino es tan grande y potente, tiene un ritmo y velocidad muy uniforme. Entre todo lo que se llevó, ahí a lo lejos, volando, se mira una flor. Sí, una flor grande y colorida que, con gran velocidad, alcanzó el cielo. Una gran nube traspasó por su centro, se deslizó y, después, emprendió una caída sin fin. ¡Wow! Qué fortaleza la de esa flor. Sí, aquella flor que se vio en el cielo flotar resistió, no se deshojó ni se destruyó; el tornado se alejó, se disolvió. A lo lejos, muy lejos de aquel pueblo, con una gran velocidad, la flor bajó y cayó. Un río cercano la recibió. Sí, sí, la flor se conservó y su tallo formó raíces en una orilla de aquel río que la acogió. En poco tiempo retoñó nuevos botones. Una nueva familia había comenzado.
Doris. Participante del Taller de Cuento para Principiantes (junio-julio 2021).