Taller de narrativa | Noctámbulo, por R. Raemers

[Este ejercicio del taller se muestra tal y como fue escrito para mostrar los avances en la escritura: no pasó por proceso alguno de corrección ortotipográfica y/o de estilo]

Abre los ojos, tiene la sensación de que nunca pondrá descansar, esta es la quinta semana en que su hijo la despierta por la madrugada, diario a la misma hora. La escasa luz que entra a través de la tela de la cortina apenas alcanza a iluminar los muebles que la rodean; por alguna razón que aún no entiende, la mayoría de sus muebles y ropa han desaparecido de un día para otro. Una densa neblina cubre todo, pareciera que está a punto de llover dentro de la casa, el ambiente gélido se extiende desde los dedos de sus pies hasta la punta de sus cabellos. Desde hace tiempo, Cinthya no puede calentarse, por más que se envuelve a sí misma con el pesado cobertor, no le es suficiente; sus manos y sus pies se sienten como enormes cubos de hielo.

El último recurso siempre es encogerse como un bebé y tratar de que el calor de su respiración se guarde entre su cara y la sábana. Abajo, en la cocina, los platos caen estruendosamente. Nico es presa de un sueño, no quiere aceptar la nueva realidad que se le presenta en la vigilia, no hay un solo instante en que no quiera estar en el lugar de su padre. Con la mirada perdida, lo único que puede hacer es viajar a los años en que fueron felices. El primer recuerdo que tiene en su vida es de la noche en que su padre le leyó Peter Pan antes de dormir, era muy bueno imitando las voces, su favorito era el malvado Capitán Hook. Efrén, el hombre más divertido del planeta, hacía de cada paseo una experiencia memorable con cada una de sus ocurrencias; él jamás hubiera dejado de esa manera a su discípulo, porque también fue su coach de soccer, basquetbol, beisbol, y hasta futbol americano. Para Nico, no era sólo su padre, era su mejor amigo.

La felicidad terminó en el crepúsculo, cuando el conductor de un camión de carga bebió de más y embistió el automóvil de Efrén. Luego de perder las piernas, no volvió a ser el mismo; la depresión finalmente terminó con su compañero de travesuras. Un choque se produce entre las neuronas de Nico, ya no está más en el parque con su cómplice, sino en una sucia cocina; hace semanas que nadie se ocupa de vaciar el fregadero, hay frutas podridas mosqueándose en la mesilla, las hormigas y cucarachas caminan entre los desperdicios. El inconsciente se apodera de su cuerpo contra su voluntad, en automático se dirige al armario de la cristalería: allá van por los aires las copas decoradas de la boda, las poncheras de la abuela y los vasos favoritos para el whisky de su padre.

Cinthya apenas había logrado cerrar los parpados, los ruidos la obligan a ponerse alerta otra vez. Su primer pensamiento es bajar a ver si Nico está bien, pero luego recuerda que es víctima de su propia manta, porque ésta la cubre con tanta fuerza que no puede ni bajar los pies de la cama, lo ha intentado tantas veces que le duelen las piernas de luchar contra ella; todo su cuerpo duele como si millones de cuchillas atravesaran cada músculo, cada capa de piel. Una pared invisible mantiene cercado su lecho, aún así Cinthya batalla por moverse y ver a su hijo, algo en su interior le incita a velar por él.

Un sexto sentido maternal se ha desarrollado en su pecho, sabe que su hijo, quien se ve fuerte y alto por fuera, todavía es un pequeño que necesita a su madre después de lo ocurrido. Además, no puede fallarle a Efrén, porque el amor de su vida jamás hubiera permitido que algo lastimara a su familia. Cinthya ni siquiera tuvo tiempo de llorarle: tan pronto como lo encontró en la regadera, lo llevó a urgencias; demasiado tarde dijo la doctora, ya no tenía signos vitales desde antes de llegar al hospital. Parece que fue ayer, lo recuerda con mucho detalle. La noticia cayó como una bomba sobre Nico, su cuerpo se desvaneció y su cerebro se apagó durante varios días, los doctores no encontraban ninguna explicación lógica para su condición, únicamente intuían que el estrés de la situación familiar pudo haber alterado su sistema. De pronto, un día despertó de la misma manera en que se había quedado dormido; sus ojos se abrieron, pero su mente no volvió a ser igual.

Los días transcurrían sin novedades, Cinthya tenía que cuidar, vigilar, asistir cada movimiento de su hijo a partir de las diez de la noche; al dormir, desconocía si Nico estaba presente, si podía escucharla al darle indicaciones para que volviera a su cuarto. Sin embargo, él permanecía en ese trance: su cuerpo se movía con torpeza, chocaba con los muebles y las paredes, a veces hablaba incoherencias o palabras que no parecían ser de ningún idioma, y, cuando parecía que estaba por despertar, se volvía agresivo sin motivo alguno destruyendo todo lo que encontraba a su pasó. Aquella situación no duró mucho tiempo, cinco semanas después del regreso de su pequeño, el cansancio la venció; al abrir los ojos, Nico estaba parado junto a su lecho, pero ella ya no pudo bajar de la cama.

¡Tras! Los cristales cayendo la sacan de su letargo. Le toma una fracción de segundo orientarse, el ruido proviene de la escalera, el espejo de plata ha sido la siguiente víctima de esta oscuridad nocturna. Nico, con torpes movimientos, va ascendiendo la escalera, choca contra la pared en el descanso a la mitad de los escalones, sus trompicones anuncian cada paso hacia el segundo piso. Conforme avanza va dejando un hilillo de sangre sobre la alfombra sucia, pues se ha cortado la mano al apretar un pedazo del espejo entre su palma y dedos, tal vez su sensibilidad se apaga también en este estado, porque no siente nada.

Al llegar arriba, el niño se detiene en la segunda puerta, la del cuarto de sus padres. Cinthya sabe que su hijo está ahí, de pie a sus espaldas, observándola mientras se acerca lentamente hasta su cama. Otra gruesa gota escurre y va a dar junto a las pantuflas de la madre, que permanece quieta, inmóvil, ni su respiración se distingue entre la oscuridad de la noche. Las neuronas de Nico hacen otro choque, en un limbo entre lo real y lo que sueña, piensa que es un deja vu, sabe que ha estado allí junto a su madre el día anterior, y el anterior, y el anterior, es el propósito que debe cumplir, aunque no sabe por qué. Como un efecto simultaneo, Cinthya descubre que ha dejado de tener frío, las dolencias de su ser se han alejado momentáneamente, sus extremidades intentan apartar en vano la sábana que la cubre porque, tan pronto como fue consiente de su movilidad, el dolor se apodera con extrema fuerza, mil cuchillas se clavan en su pecho, en su vientre.

Ahora lo sabe, el motivo por el cual no puede moverse. Cinthya ya puede recordarlo con claridad: la noche en que se quedó dormida escuchó a Nico rompiendo las sillas, pensó que no se haría daño y no se levantó a cuidarlo, lo escuchó subir la escalera, abrir la puerta y pararse junto a ella. Después de eso, sólo silencio, frio y dolor acusan su cuerpo, pero apenas ha descubierto que su carne fue cortada mil veces, que sus pulmones ya no exhalan aire caliente, que su intestino reposa en el colchón junto a ella. Ha repetido esta escena una y otra vez, cada noche Nico sube y todo se reinicia; sin embargo, aunque Cinthya recuerda lo que pasó, todavía no puede irse, él necesita sus cuidados maternales. Lo peor es que Nico ni siquiera sabe lo que hace, es un autómata nocturno.


R. Raemers. Egresada de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, FFyL-UNAM. Devoradora de libros, amante de la oralidad, enamorada del romance, apasionada por el erotismo, narradora del terror cotidiano, jonatica de corazón y Madre de Dragones. Fue impulsada a la escritura por importantes figuras como Beatriz Espejo y Jorge Volpi.

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