Preparaba el café. Como de costumbre, el sutil aroma me transportaba a los pequeños lapsos de mi niñez cuando mamá preparaba el de papá. Tomé un sorbo; estaba demasiado caliente en ese momento. Sonó la campanilla y el café se derramó hacia un costado. Manché mi mandil, sentí un profundo enojo: lo acababa de lavar. Lo sacudí y sujeté mi cabello, apenas cabía entre mis manos: es tan largo y pesado que a veces es tan difícil de sostener.
Justo a las 7:00 Don Berna estaba ahí como todas las mañanas, tan sutil… quería pasar desapercibido, pero con ese bastón abigarrado era imposible. Todas sabíamos el lugar donde se sentaría y lo que pediría.
—¡Don Berna! ¿Cómo se encuentra el día de hoy? —Solo gruñía y su entrecejo lo decía todo.
—¡Está listo su café! Preparamos el pan como le gusta, sin azúcar.
Su mirada se tornó gris, parecía triste, observaba fijamente la ventana. Sabíamos la causa, se quedaría dos o tres horas mirando mientras el café se enfriaba y el pan endurecía. Sostenía la tasa con esa mano tan marchita.
Yacía en su lugar favorito frente a la ventana. La razón: como cada domingo vería a su hijo y a su nieta. Acomodarse en ese lugar se volvió preferencia desde que se dio cuenta de que podía ver cómo llegaba la pequeña María. Ahí observaba la peculiaridad de ella, con los pies zigzagueando como pequeños espaguetillos de un lado a otro; el sol en su cara reflejaba pequeñas tonalidades rosáceas en ella. Por su parte, Roberto desabotonaba la camisa y jalaba aire, sabía que tenía que comerse la comida que Ana pidiera, porque solo le importaba jugar con el abuelo aunque él ya no podía moverse y se viera tonto con ese bastón; a ella le parecía un obstáculo y lo tiraba de vez en cuando al suelo para saltar mientras ambos comían.
Todos en la cafetería los conocíamos y disfrutábamos de la pequeña Ana, pero nunca volvió a ser como antes…
Tan despistado trascurría el tiempo frente a la ventana esperando.
—Don Berna, ¡ya vamos a cerrar la cafetería!, ¿se le ofrece algo más?
Su mente seguía divagando… para él no existía el tiempo, pero aun podía recordar lo que sucedió. Palpitaban nuestros corazones, ese día todos quedamos horrorizados: la pequeña Ana inerte sobre la acera, mientras solo se distinguían restos de Roberto. Ya no se le miraba ese cabello color miel que le caracterizaba, un hombre robusto minimizado a pequeños trozos de piel. Tampoco se veía su tez blanca; desde la ventana se podían ver salpicones de sangre, entre ella estaban sus botones. Al otro lado él fue testigo: impotente, golpeaba la ventana con ese bastón que a todos nos parecía ridículo.
—¡Don Berna! Cerramos en 5 minutos, ¿no se le ofrece algo más?
Ese bastón bizarro tambaleaba de lado a lado, como los espaguetillos de Ana. Apenas podía sostenerse sobre sí mismo, jadeaba, se podían escuchar sus rodillas tronar en lo que se incorporaba.
—¡A ver, le ayudo! —Resoplaba, pero no tenía otra opción, tan solo era un viejo que aguardaba su final.
Karen Jatzibe López Hernández. Participante del Taller de Cuento para Principiantes (junio-julio 2021).