Taller de cuento | El bosque de las hadas, por Lorenza Martínez

Al despertar sentí la brisa tocar mi piel… Eso no podía ser posible, después de todo yo debía estar en mi habitación, en la cálida cama que se sentía como un grupo de nubes sacadas de lo más recóndito del cielo; pero ahora el frío césped debajo de mi espalda y las pequeñas ramas esparcidas por el suelo se enredaban entre mis rizos.

Me levanté para sacudir la tierra de mis piernas y vi las flores moverse como las campanas que colgaban de la ventana de la vieja casa de mi abuela, que ahora estaba abandonada y consumida por los años desde el día en que ella murió. Al explorar a mi alrededor descubrí que no estaba sola, o al menos es lo que me pareció cuando pequeños seres similares a las libélulas comenzaron a revolotear a mi alrededor y reírse de mi aspecto desaliñado, causado por las hierbas bajo mis pies; aunque solo fue por un instante, estas criaturas rozaron mi piel y dejaron pequeños círculos rojizos que me recordaron a la mordida de una mariquita. Lo que después identifiqué como hadas desaparecieron entre pequeñas risas antes de que pudiera siquiera rozarlas.

Decidí que lo mejor que podía hacer era buscar la forma de regresar a casa para no preocupar a mis padres, pero, tras avanzar entre los árboles que crecían perfectamente rectos, no pude descubrir indicios de algún camino dejado por la mano del hombre. Cada minuto que pasaba, seres extraños aparecían detrás de las rocas o se balanceaban entre las ramas para observarme; tenía miedo de lo que podrían hacerme, así que me negaba a voltear la cabeza hacia ellas. Sus pequeñas voces no dejaban de reírse ante el aspecto de mis rizos que, gracias a la humedad, seguramente serían como la melena de un león.

Me detuve en seco cuando sentí que uno de esos seres se colgaba de mi cabello y gritaba “wiii” mientras saltaba de rizo a rizo; no era doloroso porque aquel ser no podía ser más grande que mi dedo meñique, pero ciertamente era molesto.

—¡Basta! —exclamé y tomé al ser por sus pequeños pies. No le gustó nada que hiciera aquello y me mostró sus pequeños colmillos mientras murmuraba enfadada. Aunque no entendía su lenguaje, por la rabia que se veía en sus pequeños ojos y cómo me mostraba sus colmillos, era claro que deseaba que la soltara.

Dejé que el pequeño ser se alejara hasta un árbol, donde seguía gritando cosas hacía mí. Al girarme pude ver a una mujer en un lago, lo que me alivió mucho al pensar que por fin había encontrado a otro ser humano; sin embargo, al acercarme descubrí que no era el caso, ya que aquella “mujer” tenía la piel verde como el moho y su cabello era del color de un roble, aunque su rostro era lo más bello que hubiera visto en mi vida e hizo que me sonrojara.

—¿Hola? —tardé un momento en contestarle porque no esperaba que ella hablara mi lenguaje. La pequeña criatura voló hasta ella y siguió quejándose de mí. La mujer la escuchó atentamente y comenzó a reírse—. Veo que hiciste enfadar a Pixie.

Me sentí ofendida de que me culpara por el berrinche de la hadita.

—¡Ella se colgó de mi cabello! —reclamé y la mujer asintió suavemente.

—Ya veo —y giró su cabeza hacia el hada para hablar en su mismo lenguaje; ella sacudió la cabeza antes de voltear a verme e inclinarse un poco, después desapareció.

—Dice que lo siente, pero no están acostumbrados a alguien como tú —la voz de la mujer era casi líquida y podía imaginarla como un riachuelo recorriendo las montañas.

—¿Dónde estoy? —me senté en el suelo para que nuestros rostros quedaran a la misma altura.

—En mi casa.

Esa respuesta fue tan ambigua que me hizo sentir enfadada; a pesar de su belleza esa mujer comenzaba a volverse muy molesta al divagar cada que le preguntaba algo. Traté de hablar con ella por lo que me pareció una eternidad.

—¿Podrías decirme cómo llegar a mi casa? —traté por última vez.

—Tal vez a través de mi estanque —sugirió y yo ,cansada de esperar respuestas, me asomé a las cristalinas aguas.

De la nada una viscosa mano apareció y me sujetó por el cabello, arrastrándome a las profundidades del lago. Lo último que pude ver hasta que mis pulmones se llenaron de agua y exhalé la último bocanada de aire que me quedaba fueron dos ojos rojos en medio de la oscuridad que me tragó y la macabra sonrisa que ahora adornaba su hermoso rostro.

Entonces lo comprendí, yo sería la cena.


Lorenza Martínez. Reside en la Cd. de Guadalajara. Licenciada en Comunicación y Artes Audiovisuales. Participante del Taller de Cuento para Principiantes (junio-julio 2021).

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