Estábamos ya en nuestra última semana en Irlanda. Un conocido me había recomendado darle la oportunidad a una pequeña reserva, no muy lejos de Dublín. Apuramos la cerveza y nos fuimos a la fonda a descansar. Acordamos ir al día siguiente.
A pesar de llevar casi un mes, mi cuerpo todavía no se acostumbraba al uso horario de Irlanda… o serían esas cervezas con 4 o 5 grados más de alcohol, no sé. Lo único que me daba ánimos a levantarme eran esos ojos, con una batalla eterna entre verde y miel; ella decía que eran color hazel, para mí eran una ventana al paraíso.
—So, what colour are your eyes colleen? (entonces, ¿qué color son tus ojos mushasha?) —le pregunté.
—For the third time, they´re hazel (por tercera vez, son jaspeados) —contestó Justine.
Era el día de visitar el Parque Nacional de las Montañas de Wicklow. La vista de los campos era hermosa, verde por doquier, solamente rasurada por el camino de dos carriles de la carretera 115. El clima era perfecto según Justine, ya que había sol. A pesar del “día perfecto” yo andaba moqueando, en parte por el frío y por mi alergia matutina, que no distingue clima ni latitud. Tras una hora de camino y una lista de reproducción con un ir venir entre los Rolling y los Beatles, llegamos a nuestro destino.
—This is it. Now we walk (llegamos, ahora caminamos) —dijo Justine.
Seguimos una vereda y pronto vimos a una montaña. Al llegar a la cima vimos los lagos Lough Bray bajo y alto. Entre ambos había una casona, pero Justine decía que era un castillo. Enseguida quise ir a explorarlo, afortunadamente traía pantalón y unos Vans de bota impermeable, porque, a pesar del sol, el sereno tenía mojado el pasto. Durante el viaje perdí una memoria de mi cámara y solo me quedaba una, así que tenía que elegir muy bien mis fotos, porque ya casi no tenía espacio.
Al llegar, el castillo estaba muy descuidado, las ventanas mostraban que eran blanco de pedradas. Solamente las gárgolas de la fachada vigilaban. No fue difícil ingresar. Dentro había grafitis, latas de cerveza y botellas de licor. No podía dejar de pensar en cómo podía haber gente que no valorara la historia de este castillo. Si las paredes hablaran, de seguro esta época sería la más triste, habiéndose convertido en basurero y lugar de reunión de gente desquehacerada. Seguimos recorriendo el castillo, tomé fotos de las escaleras al centro del castillo. Conté al menos doce habitaciones, no supe cuál era la principal, ya que había unas muy grandes, que de seguro eran salones. No estoy muy seguro. En una habitación de la segunda planta, ya no tenía techo, se había derrumbado. Entraba la luz del sol, y solo así no se sentía la atmósfera tétrica del frío y oscuridad de las otras habitaciones.
Fue en ese momento en que pude acercarme a Justine y, por primera vez, vi sus ojos con la luz, ya que siempre que la veía era de noche. Le pedí tomarle una foto, aprovechando la luz. Me quedé embobado, sus ojos eran como esmeraldas engarzadas en oro. Su piel era más blanca de lo que pensaba y su cabello no era negro, era un café muy oscuro. No sé cuánto tiempo la contemplé. Apenas había tomado tres fotos y me di cuenta que ya se había llenado la memoria de la cámara. No me importó: la seguí mirando, pero ahora le tomé fotos con mi celular. No tuve que decirle que hiciera como si no le estuviera tomando fotos. No mostraba gestos de que se avergonzaba o le diera pena. Solo me pidió tomarle una foto con su juguete de acción de la suerte, era un Magneto de Michael Fassbender. Fue muy divertido, nunca pensé tomar una foto de una figura de acción en un castillo gótico.
Eliuth Pérez Ponce de León. Participante del Taller de Cuento para Principiantes (junio-julio 2021).
Saludos, es interesante este cuento. Me gusto su tema.
Me gustaMe gusta