Cuento | Lo que me quedaba, por Carla Pascual

Entre escombros de concreto, camino de nuevo a la heladería Frody para ver si está abierta. Ahí me llevaba mi mamá cuando era niña luego de la clase de ballet, sentía que el hambre me agujeraba el estómago. Al llegar, soltaba su mano, ponía mis palmas sobre el vidrio del congelador horizontal y me asomaba a contemplar el color rosa mexicano de mi sabor favorito: algodón de azúcar. Además de ser bien dulce, combinaba con mi leotardo. El helado se me embarraba alrededor de los labios, intentaba lamerlo y no podía. Casi al terminar, volteaba a ver a mi mamá con la cara y la mano que sostenía el helado embarradas de rosa mexicano. Ante mi mirada desvalida, ella intervenía silenciosa: con una servilleta me limpiaba primero alrededor de la boca, luego los labios y al final la mano. Una caricia suya sobre mi cabellera era la señal de que volviéramos a casa. 

Doblo en la esquina y veo el letrero de la heladería. En su puerta suele haber gente esperando a ser atendida, esta vez no, qué raro. Es mejor así, me atenderán rápidamente. Llego, por fin está abierta, valió la pena la caminata por tercer día en estos tacones.

—Vaya, qué milagro —digo a la empleada al entrar y levanto mis brazos hacia el cielo.

—¡Miriam! Qué gusto me da verte.

—Lo de siempre, por favor.

La empleada se me queda viendo con una mirada de extrañeza, no sé qué espera. Levanto mis cejas para mandarle una señal de que salga de su pausa. Se acerca a los barquillos aún sin quitarme la mirada y toma uno.

—Vamos —le digo.

Se dirige al congelador horizontal y lo abre. Voltea su mirada hacia él, se inclina, raspa el helado rosa mexicano sabor algodón de azúcar y sirve dos bolas en el barquillo. Me lo da y no se conforma con eso, me hace preguntas.

—¿Cómo te ha ido? ¿Ahora no trajiste a Yulen? —se asoma por encima del congelador para ver si mi perro anda por ahí.

—Está en casa.

—¿Se encuentra bien?

—En excelente estado, lo cuido mucho —le doy una lamida a mi helado—. Es lo que me queda. 

Abro mi bolso de piel, saco el dinero y lo dejo sobre el vidrio del congelador. Al salir del local, veo que no está la banca donde me sentaba con mi madre. Volteo al interior para preguntar por ella, me detengo, para qué darle más pretextos a la empleada y que me siga preguntando. Mejor voy al parque. 

No puedo tomar la calle de siempre porque está acordonada, parece que ahí también levantaron la banqueta. Camino varias cuadras más hasta que puedo doblar a la derecha. A lo lejos, veo los pinos del parque alzarse, sí, el parque donde me llevaba mi padre a jugar. Tiene una zona con estatuas de animales donde pasábamos las tardes. Con sus brazos robustos, me montaba en las estatuas y gruñía como un gran monstruo: abría la boca para mostrar los dientes entre su barba color castaño, me tomaba por la cintura y me hacía cosquillas. Después me movía de un lado para otro como si me derribara, hasta que me levantaba de la estatua y me montaba en otra. Yo me moría de risa. Durante estos años he visto a las estatuas cambiar de color: la jirafa pasó de amarilla con manchas cafés a azul claro con manchas grises, parece un cielo que va a llover. El hipopótamo gris ahora es naranja y dan ganas de darle una mordida,  el gorila negro dejó de ser feroz: es color lila. Me gustan los nuevos colores. 

Yulen aparece de entre las matas, me ladra, sé lo que quiere. Él se aburre aquí, así que vamos a la fuente y me siento frente a ella a comer mi helado. Yulen se abalanza al chorro que se levanta hacia el cielo, lo muerde. El chorro desaparece y él lo busca ansioso. Explota de nuevo, le golpea la barbilla, ladra y lo muerde otra vez. Me provoca una sonrisa. Le lanzo una botella de plástico que encuentro a lado de la banca y la atrapa con el hocico, ahora juega con ella en la fuente. Finalmente, se cansa y viene a mí. Nuestros perros se sacudían y restregaban contra mi padre para secarse, parecía una muestra de lealtad hacia nuestro patriarca. Luego se restregaron contra mí porque papá se fue lejos, y después para siempre. Termina de secarse, se va indiferente y se pierde entre las matas. Uy, mi mano está embarrada de color rosa intenso, tendré que limpiarme con el agua de la fuente. El ritual de la servilleta por mi boca dejó de suceder no porque yo haya crecido sino porque mi mamá también murió. Se acabó la diversión en el parque, es hora de regresar.

Toco el portón de metal y el guardia me abre. Es un galerón de techo alto de lámina, piso de concreto gris y decenas de camas enfiladas. La mía está en una esquina, yo la escogí. Mientras camino hacia ella, paso al lado de unas hermanas que juegan a las muñecas sobre su cama; más allá, una madre en la suya arrulla a su hija de unos dos años. Ahora vivo con estas mujeres en lo que nos dan una vivienda nueva. Me siento en mi cama, las ampollas de mis pies me sangran al sacarme los tacones. Quito la almohada y tomo la foto de Yulen, lo que me quedaba antes del terremoto. 


Carla Pascual Martínez (Ciudad de México, 1977) es poeta, narradora y ensayista egresada del Diplomado en Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura de México. Actualmente escribe su autobiografía sobre los años que trabajó en Catar. Publica en revistas literarias, de viajes y de políticas públicas. Fue miembro del Colectivo Literario Astrolabio, cuya antología de cuentos El Círculo de las Siete Esquinas fue publicada por Puertabierta Editores en 2017 y coordinada por el escritor y editor Eduardo Antonio Parra.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. wp4oka dice:

    Saludos, es una historia conmovedora y luego de un terremoto levantarse para continuar la vida.Bello relato.

    Me gusta

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