Davide Rocco Colacrai es un laureado poeta, jurista y criminólogo italiano.
Es autor de los libros: Frammenti di parole (2010), SoundtrackS (2014), Le trentatré versioni di un’ape di mezzanotte (2015 – obra premiada), Infinitesimalità (2016), Istantanee Donna (2017 – obra premiada), Il dopo che si ripete, sempre in sordina (2018), polaroiD (2018 – obra premiada), Asintoti e altre storie in grammi (2019 – obra premiada), Della stessa sostanza dei padri – poesie al maschile (2021). Ha sido galardonado con numerosos premios nacionales e internacionales como Giuseppe Sciacca, Napoli Cultural Classic, Massa, città fiabesca di mare e marmo, Leone di Muggia, Il Galantuomo, Golden Aster Book, Leone di Muggia, entre otros.
Desde hace varios años hace giras por Italia llevando espectáculos que él denomina como “Poesía en el teatro”. Por sus interpretaciones poéticas, recibió el premio Affabula – El arte de contar historias, de la Municipalidad de Fucecchio. Alfredo Rienzi, Carmelo Consoli, Livia de Pietro, Armando Saveriano, Italo Bonassi, Flavio Nimpo, Mauro Montacchiesi, Gordiano Lupi, Alfredo Pasolino, Stefano Zangheri y muchos otros han escrito sobre él. En su tiempo libre, enseña matemáticas, estudia actuación y hace deporte al aire libre.
La revolución de mi padre
porque escasos hombres recuerdan, o tienen el placer de recordar
cuando eran niños…
trabajaba en la fábrica, mi padre, un obrero entre tantos
una bata azul con el olor de los años absorbido por la piel, duro y sincero
con las manchas de grasa en su espalda chupándole los sueños
el sudor amargo, precioso, mediterráneo recordándole su tierra
recogiéndolo en la abertura de la insistencia y la imperdonable piel
con la vida en sus manos, definiendo o precisando, casi enderezando
por última vez, el destino
los ojos de mi padre, translúcidos, con asiento de luna
determinantes como el infaltable vino de los domingos sobre la mesa
el buen servicio, la pasta, la salsa casera y algunas canciones y San Remo
los hijos jugábamos, por instinto, con el hábito
tan seguro, familiar y un tanto doloroso
sonriendo poco, gateando despacio y sin dejar huellas
comprimiéndonos bajo el dedo de Dios, el más pequeño
siendo nosotros mismos nuestro horizonte y resistencia
en el espacio de un gesto de amor, mezquino y calculado
de una palabra nunca fuera de lugar, de anhelos y promesas manifiestas
renuncias y oxímoros nunca resueltos
de vida, horas laborales condensadas en el aliento de una coma
en el remordimiento, tal vez o no inevitable
en el tiempo de aprender las tablas de multiplicar
de tomar el baño de espuma, el vaso de leche con miel
nada de cuentos de hadas y, sin embargo, la enfermedad de la espera
mi padre hablaba poco, lo suficiente para entender que seríamos diferentes
con el valor de recordar aquellos años, desolados e imprecisos
viscosos e inagotables, y en la sombra para siempre
escasos hombres recuerdan cuando eran niños
Canción de mis siete años
en aquellos años de guerra y pobreza me vestí
con esperanzas que se asomaban en la puerta
y volvían al hogar
las huellas del mañana fueron abortadas
en un cielo empapado de gritos
como a un pan en agua de sal
las madres humedecían las hoces
con sus lágrimas y cosechaban el trigo
poco o nada se sabía de los padres
las canciones quemaban el pecho
cada uno ensartaba el hilo de la vida con
una piedra en la mano
yo tenía siete años y ya era mujer
los días lluviosos, abrazábamos a las hermanas
mirábamos hacia arriba
donde nos decían que los ángeles jugaban a las canicas
sonreíamos a la espera de un día sin sangre
un día en el que pudiéramos ofrendar nuestras oraciones
a los pies de los santos
como madres que soñábamos junto a otras madres
saludamos las horas intercambiándose
en una palabra de estrellas inhumadas
en aquellos días de guerra y pobreza me vestí
de esperanzas que aparecieron entre los labios
y volvieron a descender bajo tierra
como un ofrecimiento de clemencia
a las cruces que ignoraron su porqué
teníamos siete años y ya éramos mujeres
mujercitas descalzas, entre la hojarasca, al viento
Los tristes amantes
Los amantes tienen amores fronterizos para sobrevivir
inventan sentimientos
(Los amantes, ORNELLA VANONI)
miden la inutilidad ceñida en las idas y venidas de la gente
los tristes amantes justifican la firmeza de los días
en cada uno, la síntesis de una fe que se raya como la piel del pan
en sus propios fragmentos, donde el hábito desaparece en una copa
de vino que se bebe y ensombrece la curiosidad
y los develan como los últimos cuerpos que lavaron la mortaja del alba
los tristes amantes son los remanentes de un preludio en días lluviosos
donde la vida se condensa en sueños
sueños paradójicos, padres del mundo, que renuncian
como lo hace el vacío indígena en el pecho
al final, irreconocibles en los gestos y el café
estéril y suave, abstrayéndolos en la angustia y la tensión
como perdonando el fruto lejano y olvidado
en la colección de nombres
no hay tiempo para los tristes amantes, nada pasa y todo se pierde
el horizonte asfixia el aire, forja la envoltura del corazón
y propaga la soledad
se reconocen los tristes amantes
por el espacio exacto que los separa
los dedos equilibristas, la pose en el momento presente
el encuentro accesorio, las palabras neutras
la prisa y el desprendimiento
nada más y nada menos que
de los sentidos
enferman de orgullo los tristes amantes bajo
el peso ancestral del oro contractual
de la inapropiada y conmovedora nostalgia
Hasta que vuelva a amanecer
y cuando llega la noche, y estoy solo conmigo/
la cabeza se va y se va, en busca de sus porqués/
ni ganadores ni perdedores, salimos derrotados en la mitad/
la vida nos puede llevar, el amor seguirá
(La noche, ARIS)
incluso la noche necesita secarse
y lo hace luego de sumergirse en las lágrimas del consuelo
lágrimas que lamen los años trabajados
como una ausencia de irreconocible nombre, límite y forma
que, como a una madre, nunca le llega la noche
los pechos se le estiran hacia el mundo
organiza la ropa para suavizar los ánimos
se siente confiada y escucha las palabras nevadas
en la quimérica estación
hay cojines que desconocen el perdón
aplastados y suspendidos en el paracaídas de los soñadores
algunos se apretujan en el sonido a medio camino
entre las paradojas del día y las ansiedades del mañana
otros, la mayoría, llevan en su centro gravitacional
un canto indefino como de ángeles
mesías desnudos de monólogos donde el nunca y el para siempre
terminan identificándose en un trueque infinito
y luego, otra vez, labios temblando como uvas
manos sosteniendo recuerdos o el doloroso licor del porvenir
la carne doblegándose en la llama de la duda
en el silencio, el anhelo
en la dilatada expectativa de un sentido
o, al menos, en una fisicalidad de la coyuntura
y otra vez
somos las constelaciones que miden los pescadores cuando van al mar
tenemos el aroma del atardecer de septiembre consumiéndose en un fósforo
siempre el ingrávido y perfilado cristal al anochecer
El último color de las cosas (11/09/2001)
Levántate, levántate, no más torres
sino tallos, lirios de oración
(11 de septiembre, MARIO LUZI)
es un martes de septiembre
y las calles están embriagas por la estación
la nariz perfora el aire, busca el olor del líquido inmenso y amniótico
del sueño compañero, los pensamientos del corazón
y la ansiedad
las aceras que exhalan el silencio de las idas y venidas
los espacios veloces, casi aparentes de las pisadas
los sueños anudados en la soga de la noche
en lo que prometí sería el último cigarrillo
en los ruidos que avasallan la soledad de la ciudad
mi sentimiento de extraño sobreviviente es un acto de amor
la muerte es una madre repentina que descalza camina
con la cabeza inclinada despertando entre los poros nuestra historia y nombre
desnudando el cuerpo, rellena bocas que perdieron su forma
silenciando el canto del tiempo, anula ese tic-tac silencioso que satura la lluvia
inventa sueños de insomnios lejos de aquí
y engaña a la memoria y niega la tierra cuando el mañana
es el garabato de una expectativa
hablarán de nosotros cuando el amanecer haya mordido la cosecha de llamas
después de que el dolor sea satisfecho y la última oración llegue al entonces
hablarán de nosotros cuando el azul haya recogido nuestras extremidades
después de que la sangre lave el día
y los escombros salven el último color de las cosas
como besos, floreceremos detrás del infinito
entre el viento y la palabra, donde la belleza no tiene prisa era un martes de septiembre
o la estación de una forma lenta e invisible

María Del Castillo Sucerquia (Barranquilla, Colombia 1997) es una poeta bilingüe, escritora, tutora, médica oriental (Neijing, España) y traductora (francés, inglés, italiano, portugués, griego, árabe, español y alemán). Colabora como traductora y columnista en las revistas Vive Afro (Colombia), Altazor (Chile), Cronopio (Colombia), El Golem (México), Cardenal (México), Poesía UC (Venezuela) y Revista Digital de Artistas (México).