La Cuerpa de Malinchi | por Imbunche de papel

De niña Malinalli era libre.
Sus piernas, marrones como la tierra, aleteaban con la fluidez de parvada y bailaban desnudas.
Malinalli reía, lloraba, gritaba, respiraba y abrazaba desnuda.
Su cuerpa era la esencia, la existencia viva que más conocía. Dedicaba horas, días enteros a labores meticulosas de exploración. No quería perder detalle.   Era ella, blanda en lo externo y firme por dentro. Sus manos, hermanas inseparables, se unían fundidas en el calor del sol.  Aliadas de la conciencia recorrían cada centímetro de Malinalli; palmas, nudillos, uñas, con la sensibilidad rugosa del tacto decían “esta soy, carne de diosa, hoja de un tallo que flota con los suspiros de la Tierra”.

Su abdomen, pensaba Malinalli, era como Texcoco, húmedo, blando y terso como la tierra fina del lago.  Al centro tenía un túnel profundo, carnoso, que transportaba la energía del universo. Allí también habitaba Malinalli, raspando la polvareda que no era otra cosa que energía contenida de las mariposas, alma de las aves.

Una tarde Tláloc humedeció la tierra de Malinalli. Con el abdomen apuntando al cielo se disolvió hasta ser gota.  Con la mirada podía transportarse de un cerro al otro casi tan rápido como las nubes de otoño. Flotaba sin alas, brillaba sin fuego.
Cuando cesó la lluvia y el maíz secó con los rayos del sol, Malinalli levantó la columna y con el rostro apuntando a su entrepierna soltó una sinfonía de carcajadas.   Esta es otra forma del canto, susurró.

Con el tiempo el Texcoco de Malinalli fue protegido por un par de montañas que crecían y crecían.  Empezaron como montículos de arcilla, un tiempo parecían las pirámides más pequeñas de Tenochtitlán, luego fueron las tierras más altas de aquella geografía y terminaron humedecidas al grado del desgaje, como dos bolsas de metate con lodo.
Todos esos años Malinalli las escaló, surcó, exploró, degustó y olió grabando en la memoria cada detalle que les contenía.

Pero Malinalli dejó de ser libre cuando la profundidad luminosa de sus ojos fue cegada por un rayo deslumbrante. Era un espejo o diamante de reflejos, como lo llamaban en el mercado, el que la convirtió en La Malinchi.   Una abstracción despojada de historia, sentires y posibilidades.
Desde entonces a Malinchi sus piernas le parecían espeluznantes, las manos de un tono y textura despreciables, la cabellera desastrosa y su Texcoco un terreno árido, tan infertil como un pedazo inerte de tierra, seco, muerto, incapaz de existir cuando el resto de la tierra, del espacio conquistado, tiembla en su centro y una bota de cuero estruja el rostro de Malinalli en el lodo, hasta asfixiarle los suspiros.
Ahora Malinchi ríe, llora, grita, respira y abraza desde el cuerpo de Cortés.   Destruida en lo blando y firme de su existencia.   Es ella, la mujer sin memoria, ni tiempo, ni espacio; la mujer conquistada, que ha perdido el territorio para entregarse al desconcierto, a la frente que raspa asfaltos y la jodida experiencia de vivir para el otro, un recuerdo fiambre del despojo.

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