Hay mañanas en las que la niebla se enreda en los hilos de mi voz
por Ángel Uicab
Hay mañanas en las que la niebla se enreda en los hilos de mi voz
y la primera visión en mi pupila es el nacimiento del sol a través de la hierba.
Entonces, éste se despereza y en su despertar acaricia las cúpulas de iglesias lejanas
y el inexorable machetazo de su luz cercena el tallo por el que florecen las sombras.
Hay días en los que el aroma del pino se posa sobre la piel de los animales,
en los que el canto del águila emula el néctar de un recuerdo recién olvidado.
Hay tardes de lluvia en las que mis ojos se llenan de manera abundante,
en las que el rugido de las pétreas nubes retumba en el cráter de una flor,
y mis manos ávidas de paisaje se mantienen mudas, sosteniendo un guijarro.
He querido traducir el sonido de la Cascabel al lenguaje de las piedras,
inevitablemente, fallo, como fallan los insectos en su intento de llegar al sol:
caen con los ojos cegados y la premonición de la muerte en el filo de sus alas.
Hay tardes en las que el paisaje es una parvada de hojas sin rumbo
y en el silencio de los volcanes los árboles desnudos imploran cundirse de monarcas.
Dicen que nadie ha escuchado los ancestrales cantos de la roca y los matorrales,
ni los Salmos que los arroyos murmuran en las entrañas del bosque.
Ellos hablan de la desnudez del aire, de su sofisticada elegancia,
pero no mencionan nada sobre el polvo que atavía el lomo de los peñascos.
Hay noches que llegan derramándose del élitro izquierdo de la cigarra,
en las que el sueño es un trozo de obsidiana que deja caer su peso sobre los párpados,
y el frío se retuerce como serpiente colérica en las astas del venado.
Otras noches rompen su crisálida y sueltan su sombra sobre las copas de los árboles,
su aleteo degüella las quimeras que apenas germinan en el jardín de los sueños
y una procesión de luciérnagas alimenta el magma en el corazón de los hombres.