
En mi ejercicio profesional, me he dado cuenta de que pasar tiempo con el cadáver y acicalarlo son tareas que desempeñan un papel importante en el duelo. Ayudan a los seres queridos del difunto a ver el cadáver no como un objeto maldito, sino como un hermoso continente que hasta poco tiempo atrás alojó a su pariente o compañero.
Queriendo leer más no-ficción alrededor de cementerios o rituales funerarios, por fin leí De aquí a la eternidad (Capitán Swing, 2018), libro que dejé escapar en una librería en Barcelona. Para mi sorpresa, descubrí que lo escribió una de mis creadoras favoritas de contenido en Youtube, Caitlin Doughty, dueña de una funeraria en Los Ángeles y experta en el rubro de la muerte.
La muerte, universal pero endémica
Debido al trasfondo de la autora y su propia área de expertise, no es de extrañar que esta colección de 8 crónicas aborden el tema de los procesos funerarios, el luto y la manera especial en que diferentes culturas tratan y acicalan a sus muertos.
Nos relata sus viajes a través de Japón, Bolivia, España, Indonesia, tres estados diferentes en Estados Unidos y, por supuesto, en Michoacán, México. Caitlin contrapone las prácticas que atestigua contra su propia experiencia en Estados Unidos, sin renunciar al asombro de presenciar algo que no le resulta familiar, pero analizando los eventos con inteligencia antropológica y una dosis vasta de empatía y sensibilidad.
Nos cuenta acerca de la práctica japonesa de Kotsuage, en la que los parientes del fallecido recogen los restos recién incinerados con palillos y, cuidadosa y amorosamente, los apilan en una urna. Los huesos son reconocibles: desde el cráneo hasta el fémur, ellos reconocen en aquella pila de huesos a un ser amado.
En la capital de Bolivia, La Paz, Caitlin Doughty ve decenas de ñatitas, que conceden deseos desde su posición todavía criticada en la sociedad, pues se les asocia con la brujería.
En Indonesia, en la práctica que más me fascinó, las familias cuidan de sus muertos al sacarlos de sus áreas sagradas con cierta periodicidad, con el propósito de cuidarlos todavía. Les cepillan el pelo, duermen a su lado, hablan y acicalan, según un proceso que deja de ser luto para volverse homenaje y memoria con cada año que vuelven a sacar el cuerpo; al que le siguen hablando como si estuviese vivo. Pero saben bien que no lo está.
En California, conoceremos el Joshua Tree Memorial Park, cementerio en el cual las personas que lo deseen pueden ser enterradas de manera natural; sin sarcófago, nada. Así, la descomposición humana sucede sin obstáculos y prejuicios, en conexión más íntima con la naturaleza.
El alma es libre y resuena una canción espiritual india por un altavoz, que dice: «Muerte, piensas que nos has derrotado, pero estamos cantando la canción de la leña que arde».
Muchos pasajes y prácticas me impresionaron; no obstante, el capítulo en Michoacán no me dejó gran marca porque ver las prácticas mexicanas que conozco tan bien —cantantes, coloridas y que dejan regusto a azúcar— desde los ojos de un extranjero, ya ha perdido un poco de su encanto. Pero reconozco la intención y el trabajo.
Una declaración y un acto político
En aras del reconocimiento, debo mencionar que la denuncia de Doughty es hilo conductor a través de De aquí a la eternidad. Según reporta la autora, en Estados Unidos los ritos funerarios se han vuelto maquinaria pesada, institucionalizada y hasta esterilizada.
Peor aún, han comenzado a regular y restringir a nivel federal aquellas prácticas que se despeguen del cristianismo occidental, dejando de lado aquellas de sus pueblos originarios también; todo según la definición “general” de lo que es digno.
La industria funeraria occidental adora la palabra «dignidad». La empresa estadounidense más grande del sector incluso la ha registrado como marca. «Dignidad» se traduce, la mayoría de las veces, en silencio, aplomo forzado, formalidad rígida. Los velatorios duran exactamente dos horas. Después, el cortejo hasta el cementerio. La familia habrá abandonado el lugar antes incluso de que el ataúd sea depositado en el subsuelo.
El punto que quiere hacer Caitlin Doughty acerca de la rigurosa y casi distante manera en que tratan a los muertos en USA sí que cala. Y mucho. Cualquier persona debería tratar a sus muertos según su cultura y religión, en vez de tener que acatar regulaciones impuestas con desdén y miopía.
Re-pensemos la dignidad de los ritos con De aquí a la Eeternidad
¿Cómo lidiar con la inevitabilidad de la muerte? ¿Cómo afrontar la persistencia del luto y el hecho de que un cuerpo no es algo sucio? Doughty da en el blanco: un cuerpo es un remanente de alguien a quien amamos, de una vida que se vivió según estándares únicos de un lugar único. Por ello, cada cultura lidiará con esta pérdida según sus tradiciones ancestrales, cuyo ritualismo no les quitará lo válido y digno.
Me habría gustado un par de crónicas más en África u Oceanía, para tener una visión más global. No obstante, Doughty cumple su propósito: le lleva al público occidental, blanco, cristiano y estadounidense una visión de la otredad, cargada de dignidad y belleza. Les reta a reflexionar.
Cuando vencen las facturas, hay que pagarlas. Yo pago la factura en mi empresa, pago la cuenta en este restaurante. Es lo mismo con las emociones. Cuando hace acto de presencia el temor a la muerte, es necesario hacerle frente. Hay que pagar la factura. Eso es estar vivo.

Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996) es graduada del 12º Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Ha publicado en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México, en las revistas digitales Carruaje de Pájaros, Colofón, Origami y Efecto Antabus, y le lee esta columna a sus cuatro gatos. Creció al lado de un árbol de jacarandá y todas las noches sueña con música, pero nunca puede transcribirla.