[Texto resultado del Taller de Cuento: julio 2021]
Las tardes de otoño en el pequeño pueblo de Guamúchil siempre son tranquilas; de vez en cuando te llega la noticia de que en la gran ciudad ocurrió otro atraco. Los árboles son grandes y muchas veces las mejores familias, cuando logran juntar algo de feria, se mudan a la gran Culiacán. Una de las grandes ventajas de vivir aquí, sin embargo, es que, en cuyo caso existieran los vampiros, nunca se les ocurriría venir a chupar sangre aquí. Creo…
Desde mi infancia conozco este pueblo pequeño, silencioso y con olor a ajo, donde las abejas mieleras pasan sus vacaciones y los militares hacen retenes de vez en vez. Además, las calles sí están pavimentadas… solo para aclarar las malas lenguas que difaman por ahí este pueblito frutero.
Mi vida era tranquila con mi nana Ma´ y mi fiel compañero Frutsio, un perro callejero que me acompañaba a todos lados. Recuerdo que llegó güilo y sarnoso, pero con el poder del amor pudo recuperarse. El amor y algunas medicinas que le recetó el veterinario. Acostumbraba a caminar por las calles en búsqueda de pequeños trabajos, jugaba con Frutsio en el parque y dormía por las noches en una hamaca. Mi vida no era perfecta, pero sí tranquila, hasta que Frutsio desapareció.
Todo comenzó la tarde del jueves pasado: salí a comprar tortillas y dejé a Frutsio oliendo un árbol a la vuelta de mi calle, seguramente quería orinar y yo llevaba prisa porque el sol me quemaba. La fila en la tortillería era larga y, para cuando regresé, no vi a mi perro por ningún lado. Seguramente el condenado había olido a alguna perra en celo y se fue tras ella. De todas maneras, regresaría por la tarde con hambre.
El día pasó y, para cuando cayó la noche, Frutsio no había llegado. Reconozco que me preocupé, pero traté de no pensar mucho en ello; no era la primera vez que se escapaba a deambular solo, pero siempre regresaba antes de que cayera la noche. Al día siguiente tampoco supe de él y para el sábado ya sentía desesperación y ansiedad.
Salí y caminé por todo Guamúchil en su búsqueda; algunos vecinos incluso pusieron algo de croquetas fuera de sus casas para que el olor lo trajera de vuelta, pero no funcionó. Dicen que soñar que se pierde tu perro significa que sientes que algo muy importante para ti se está alejando, pero que te pase en la vida real no sé qué quiera decir; que la ciudad es peligrosa, tal vez.
Busqué y busqué hasta que casi me doy por vencido, pero cuando ya estaba a punto de tirar la toalla, en un terreno baldío a 3 km del río que da a mi casa, vi unos matorrales incontinuos. Se me hizo raro, pues nadie se encarga de podar esas hierbas y, si no se secan por el calor árido, terminan siendo comida de vacas sueltas o roedores sin dueño. Pero ningún animal come tan perfectamente para podarlo así.
Caminé con curiosidad; pocas veces sucedía algo raro en el pueblo y quería tener algo para contar aparte de mi tragedia. Cuando me acerqué lo suficiente, con algo de miedo por lo que pudiera encontrar, vi el cuerpo inerte de un animal.
Estaba lleno de alguna sustancia negra que comenzaba a tener moscas. Olía mal, pero aún no se pudría del todo. Di un paso hacia atrás para alejarme cuando ubiqué esa manchita café en el estómago de mi perro. Era Frutsio.
Mi instinto me rogaba apartar la vista, pero entre más tiempo inspeccionaba el cadáver menos lógica tenía: le noté sangre en sus patitas y dos agujeros a la altura de su cuello bajo, casi sobre su pierna delantera. Una mezcla de náuseas y terror inundó mi estómago. Me acerqué más para ver qué le había sucedido: no parecía tener indicios de pelea, lo único que desentonaba era una especie de baba blanca que caía de su boca y, ahora, había creado un charco en la tierra.
Sostuve la mirada por unos segundos y pude notar que alrededor de su cabeza había unos cuantos guamúchiles. Después de que mil pensamientos me taladraran la cabeza, me fijé en su lengua, salía teñida de un color extraño.
Me mantuve 2 minutos ahí, contemplando a mi fiel amigo, guardándole luto, rindiendo tributo en su honor. Un extraño olor a hierro y dulce artificial inundaban el lugar. De no ser por el cariño que le tenía al can, hubiera abandonado el cuerpo en ese preciso momento.
Debo confesar que me dolió mucho verlo así. No quise vivir el duelo y entendí al instante que no había sido una muerte natural.
Decidí investigar indicios que me pudieran llevar a resolver tantas dudas y con ello resolver el caso. Al día siguiente regresé al lugar con la mente más clara y la certeza de que podía llegar al final del asunto. Me topé con el mismo cuerpo cubierto de mucosidad negra y me consolé antes de moverlo con un palo para poder ver por completo su tórax; entonces el aire abandonó mis pulmones: la “mancha” de mi perro ahora era un agujero de donde salían hormigas, y parecía que ese perro era hembra y no macho.
Pasé dos días sin dormir y no avisé a nadie de lo que había encontrado hasta el martes por la mañana. Busqué a Jonás, un indocumentado que era muy buen carpintero y había llegado hace poco al pueblo, en realidad lo consideraba mi único amigo y una buena ayuda para poder seguir indagando.
Me acompañó al lugar para inspeccionar el cuerpo, el cual, aunque ya empezaba a descomponerse, no pudo haberse desintegrado en una noche. El cuerpo ya no estaba y en su lugar había un pequeño gato pinto.
—¿Estás seguro que no era un gato desde siempre?
—Sí —respondí—, era el triple de grande y menudo.
Pude confundir, al parecer, un perro macho con un perro hembra, pero definitivamente no confundiría un gato con un perro.
Esa noche en mi casa no dejaba de pensar en que nada tenía sentido: un perro que claramente era el mío cambiando de sexo, porque desde siempre supe que Frutsio era macho; un perro que cambiaba de especie… O un asesino que no paraba de matar.
Entonces entendí que, si alguien del pueblo pudo haber querido matarlo, lo hubiera hecho hace tiempo. Así que tenía que ser alguien nuevo. Entre más conclusiones sacaba más certero parecía todo. Y entonces descubrí al autor del asesinato.
Jonás había doblado el pozo antes de que yo le indicara el camino. Esa noche dormí cerca de los campos donde tiraban los cuerpos, si alguien —Jonás— pasaba por ahí, yo me enteraría.
De pronto, cuando todas las respuestas parecían tener solución, me levanté con el alba y corrí a su casa. Al abrir la puerta que estaba entreabierta, unas manchas negras estropeaban la pulcritud de su sala y un pie salía de la cocina. Era Jonás, tirado, con sangre y dos orificios en el hombro. No llevaba camisa, no se le veía la cara. Y yo parecía haberme sumergido en petróleo.
¿Te interesa? Da click en la imagen para enviarnos un WhatsApp
Marian Azucena Aguirre Gaxiola. Culiacán, Sinaloa, 1999. Desde muy pequeña tuvo interés por la escritura e inquietud por crear mundos fantásticos y realidades posibles. Su libro favorito desde los 9 ha sido Calvina y hace poco se declaró una romántica empedernida de clóset.