Taller de cuento | La casa vieja, por Jordana

Ahí vienes, ya te puedo sentir parece que llevo esperándote una eternidad. Puedo verte con la respiración jadeante y la mirada desolada. Al acercarse tus pasos y penetrar en esta vieja casa, tu corazón se acelera como aquel día en que nuestras miradas se encontraron por primera vez y tú derrochabas toda la jovialidad que te daban tus escasos 16 años. Estás tan cerca de mí que mis brazos inexistentes se extienden para recibirte, pero se pulverizan antes de que pueda tocarte, ya que ahora todo en mí es volátil, sin forma, sin peso ni gravedad.

Tus pasos te guiaron a este lugar, porque, después de que colocaste cuidadosamente mi cuerpo frío y sin vida en el costoso féretro que escogiste para mí, recordaste las palabras que dije aquella tarde de verano, cuando aseguré que al morir mi alma correría a esta vieja casa, donde quedaron aprisionados en cada parte los nítidos ahora recuerdos felices de mi niñez.

Esta casa, a la que no volví jamás desde aquel día en que tuve que partir con mi miseria a la espalda, ha sido destruida poco a poco por las grietas y la humedad, que desgastan la estructura de las habitaciones, los pasillos y hasta del gran horno de adobe donde todos los días se cocían con leña chilindrinas, corbatas, bisques, bolillos y una gran variedad de pan dulce y salado que deleitaba mis sentidos. Ahora es en esta vieja casa donde nuestras almas vuelven a encontrase, revoloteando en una extraña danza de júbilo; pero tú no me ves e ignoras que antes de estar aquí me vi en mi ataúd, con el vestido blanco de finos holanes que compré para lucir en los días soleados de primavera.

¡Qué gozosa y altiva paseaba de tu mano por las calles de esta ciudad con ese vestido! Y ahora luzco desencajada y macilenta a pesar del rubor y el carmín que pusieron en mis labios, pero, aun así, mi rostro en sintonía con el acolchado azul celeste del interior de mi caja también refleja paz, porque pareciera que al fin me he desecho de mis largas noches de insomnio, en las cuales fui atormentada impíamente por los pensamientos que saturaban mi entendimiento.

Hoy mi mente está serena, pulcra y ordenada como la sala en la que estoy siendo velada y donde pude sentir el dolor de mis amadas hijas, quienes derramaron tristes lágrimas por la madre que yace sin vida. Al verlas tan abatidas quise consolarlas, pero solo logré depositar en sus mejillas lozanas de juventud un beso que se perdió en la nada. Advertí a la gente ofreciendo oraciones por mi alma, a mi familia consternada y a otros más esperando el momento para escabullirse discretamente, todo esto mientras chorreaba la cera de los cirios.

A decir verdad, nunca me gustó el aroma a café y a cera quemándose en los velorios, ¡vaya espectáculo! Pero, en ese féretro al que se acercan con curiosidad, solo está mi cuerpo extinto y vencido por la dura enfermedad, porque mi esencia está aquí, en mi vieja casa donde te aguardé teniendo como compañía un lánguido gato pardo que desde su rincón ocasionalmente me lanza maullidos amenazantes.

Yo te esperé con la misma paciencia que tuve al dejar correr los años de mi niñez para encontrarte en mi adolescencia, donde te enamoraste de la niña de piel blanca y cabellos tan negros como esta noche, y a quien cumpliste por 40 años cabalmente tu promesa de amor hecha al pie de este umbral. Por eso, en este lugar tan amado y en complicidad con el viento, te envuelvo tratando de aprisionarte eternamente con mi última caricia y susurro de amor, al tiempo que una mano amada y conocida me atrae con ternura, como cuando me apretaba fuerte para que no cruzara la calle sin su protección, —¡aquí está mi amado padre y también la abuela Lupe con su delantal a cuadros y su larga trenza!—. No debo demorar más, mis amados muertos, que vinieron a recibirme gozosos, me esperan en una larga caravana a la que no le veo fin.

Así, ante este irremediable adiós, nuestras almas se estrujan con mayor fuerza en un mágico abrazo que termina cuando golpeas con impotencia la pared y lanzas un grito desgarrador. Enseguida secas hoscamente tus lágrimas y te encaminas a la salida abriéndote paso entre los escombros. El gato pardo brinca la barda de un gran salto, temeroso de tu furia, mientras yo solo te veo partir: no puedo detenerte ni correr tras de ti y al, perderse tu silueta por la estrecha calle, digo al pie de mi vieja casa: “¡Oh… Dios, ¡cuánto amé a este hombre!”.

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Jordana. (Zitácuaro Michoacán). Hija de padres sencillos y trabajadores. Desde niña solía dejar volar su imaginación escribiendo historietas y relatos cortos. Actualmente es maestra de Educación Especial y Doctora en Educación. Es una mujer que ama la vida en familia y los gatos. Retomando su afición a la escritura desde hace un par de años escribe poemas, relatos y cuentos infantiles que comparte con sus alumnos, para transmitir e inculcar valores. Algunas de sus creaciones más populares entre los escolares son: las mejillas de Catalina, la gata malandrina, sol de abril, las aventuras de galano y el castillo de las letras.

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