Cuento | La mosca, por Melissa Flores

[Texto resultado del Taller Escritura de Cuento para Principiantes: noviembre 2021]

El sonido de las manecillas del reloj marcando los segundos era insoportable, quizá un poco más que el nauseabundo blanco del revestimiento de pared de la sala de espera, el tiempo se hacía eterno al sonar del tic, tac. La señora Agnes, una dama robusta e impecablemente vestida, estaba por explotar de la impaciencia, pero la distrajo la trayectoria de una mosca que volaba erradamente. Por fin, luego de 20 larguísimos minutos, la señorita de la recepción la llamó “Señora Valverde, el doctor la espera en su consultorio”.

Todo en el consultorio era también de un triste color blanco que aturdía y lastimaba los ojos con el reflejo de la luz amarillenta y parpadeante. De inmediato entró el doctor, un hombre alto y fornido, con el pelo cano. Era evidente que en sus buenos tiempos había sido el galán universitario. Mientras se colocaba la bata sin decir una sola palabra, la señora Agnes seguía atentamente cada movimiento con sus redondos ojos azules y las pupilas dilatadas, pero con el cuerpo completamente inmóvil y sin hacer un solo ruido.

El doctor Olvera se acercó para examinarla y ella, con temor en su voz, le confesó: “Hace días que comencé con los síntomas, doc; por las noches me siento muy bien, aunque no puedo dormir del todo, el más mínimo ruido me despierta, estoy alerta; pero en el día la fatiga me supera, los olores me llegan muy intensos y los sonidos los escucho demasiado fuertes. La garganta me pica como si tuviera pelo; además…”, se quedó callada mientras el doctor Olvera le revisaba el oído y hacía una pausa para escuchar lo que la señora Agnes estaba por decir, pero al parecer la consumió la vergüenza porque la mujer se sonrojó y apartó rápidamente la vista para esquivar la mirada juzgona del doctor. “Es que… me ha entrado un antojo incontrolable por comer bshibh”, dijo susurrando, “¿Qué cosa?”, preguntó molesto el doctor, “Bichos, doctor, bichos. Compré chapulines tostados y gusanos de maguey para hacer salsita, pero me gustan más vivos, prefiero escogerlos y atraparlos yo misma”. El doctor la miró extrañado, con asco, y se le dibujó una delicada sonrisa que provocó la mirada acusadora de la señora Agnes por sentirse burlada. “Yo lo veo todo normal, señora, pero le voy a sacar una muestra de sangre, a ver qué nos dicen los análisis; ya verá que solo es cosa suya. Permítame su brazo”.

La aguja atravesó la vena y de inmediato brotó la viscosa sangre directo al tubo. Cuando terminó, el doctor la etiquetó y salió al pasillo, cerrando la puerta trás él. La señora Agnes pudo escuchar perfectamente los pasos que se iban alejando, luego pudo oír —casi como si todo sucediera a un lado suyo— cómo el doctor saludó a dos de sus colegas, a quienes les dijo: “Pues ya ven, otra vez una cincuentona que no tiene nada que hacer más que estarse inventando enfermedades. Pobre mujer, seguro la mata el aburrimiento y cree que puede venir a tomarme el pelo. Le voy a hacer los dichosos análisis, pero la despacho rápido y nos vemos a las tres en el restaurante francés. Necesito un vinito”.

A decir verdad, hacía tiempo que la señora Agnes pensaba que no había cosa más aburrida que su vida de casada con un hombre que ya ni siquiera le dirigía la palabra —ni la mirada— a no ser que algo se le ofreciera; en cambio, pasaba los días en un viejo reposet con la nariz metida en los periódicos viejos que había acumulado desde que se casaron y que ahora inundaban el estudio amontonados sobre otros más viejos a tal punto que resultaba imposible mirar el suelo. Cualquier cosa era más entretenida para la señora Agnes que ver a su esposo releer obsesivamente los diarios amarillentos o incluso intentar sacarle una palabra. A su edad ya no había mucho por hacer, con la pensión de ambos les alcanzaba para vivir bien, por lo que la señora Agnes ocupaba su tiempo en regar las plantas que se habían convertido en proveedoras de los bichos más suculentos que había visto jamás. Todos los días, a eso de las siete de la tarde, se sentaba en una mecedora de madera a observar el atardecer mientras hacía memoria de lo feliz que se sabía en su juventud y deseaba que algo la volviera a hacer sentir, ya no felicidad, sino cualquier emoción que la sacara de su letargo.

De cualquier forma, la insensibilidad del doctor irritó a la señora Agnes, ¡qué descaro hablar así de sus pacientes y sin temor a que lo escuchen! La ira la inundaba rápidamente, pero antes de que pudiera calmarse, sintió cómo sus largas uñas habían rasgado frenéticamente el colchón de la camilla de examinación “¿Qué le voy a decir al doctor? Me lo va a cobrar”, se dijo. Mientras buscaba con qué tapar su estropicio, sintió cómo la boca se le secaba, seguro era por la preocupación; comenzó a sentir la lengua áspera, pero no había tiempo para buscar agua, en cualquier momento regresaba el doctor.

Una mosca ruidosa y tornasolada —la misma mosca grande que estaba en la sala de espera— comenzó a volar en círculos sobre su cabeza. De pronto su atención ya no estaba más en ocultar los rasguños, sino que se volcó por completo hacía el bicho. “Tengo que atraparla”, pensó, y poco a poco este pensamiento inundó por completo su mente, sin dejar espacio para su otra preocupación. Espero sigilosa y paciente para atacar, siguiéndola solamente con la mirada completamente dilatada mientras acomodaba despacio su cuerpo para asegurar la precisión del ataque.

La puerta del consultorio se abrió de golpe y dejó ver la silueta del doctor Olvera que traía consigo una hoja, probablemente una orden para recoger los resultados. Ella dio un salto del susto y retrocedió, mirando fijamente al doctor con sus grandes ojos azules. “¿Señora Agnes?”, dijo el doctor Olvera, buscándola en el consultorio, “¿Dónde se fue esta señora?… y ¡¿quién dejó entrar un gato?! ¡Carmen, Carmen, ¿qué hace un gato en mi consultorio, niña? En serio que eres distraída, por no decirte algo peor. Ven por él”.

Confundida, Agnes recobró el aliento después del susto y se dirigió hacia el doctor, pero de su boca solo salieron maullidos suaves. Miró sus manos, que ahora estaban cubiertas de pelo y de pronto sintió como su cola se escondía entre sus patas traseras y sus orejas se echaban hacia atrás. Otra vez la mosca voló cerca de ella y, aunque su instinto le ordenaba seguirla, esta vez el miedo la invadió; quería despertar de su pesadilla y echarse a llorar pero solo maullidos y gruñidos salían de su pequeño hocico. Carmen, la señorita de la recepción entró al consultorio con semblante triste luego de la humillación del doctor. Tomó al asustado gato entre sus brazos y salió cabizbaja.

El sonido de las manecillas del reloj marcando los segundos es insoportable, quizá un poco más que el nauseabundo blanco del revestimiento de pared de la sala de espera en la que Agnes pasa eternos días recostada sobre un cojín junto al escritorio de Carmen. Sus grandes ojos azules miran con recelo a las señoras que esperan impacientes a que las tienda el doctor Olvera. Lo que daría Agnes por volver a ser una cincuentona sin nada que hacer… “Espera, ¡una mosca!”.

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Melissa Flores. Egresada de la carrera de Letras Clásicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente se desempeña como asistente editorial en la Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, además de realizar trabajos independientes como correctora de estilo, traductora y redactora para diversos medios. Amante de los animales, el cine (en especial del thriller y la animación) y de explorar nuevos sabores. Aunque el gusto por la lectura siempre había estado presente en mi vida y a pesar de escribir para otros, recién ahora decido explorar mi habilidad para contar mis propias historias.

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