Taller de cuento | 11-11-11, por Fernanda Valdez

[Texto resultado del Taller Escritura de Cuento para Principiantes: noviembre 2021]

Mis ojos estaban inundados de lágrimas, mi camisa manchada de algo parecido a la sangre. No entendía nada. Frente a mí, el cuerpo de una mujer tendido en el suelo de la sala.

No tuve el valor de ver quién era la víctima, corrí directo a la puerta y salí de la casa. La sangre decoraba mi cara, había manchas en mis zapatos de la escuela, mis calcetas blancas y mi falda color azul. Me detuve debajo de una luz y revisé si era yo la que derramaba sangre. En verdad esperaba que fuera mi sangre. Pero no fue así, claramente era de ella.

En una bolsa de mi suéter del uniforme tenía un papel enrollado, por un lado, un nombre y, por el otro, cuatro números; en la otra bolsa, el celular de mi padre (no sacaba ese celular a menos de que quisiera sentir consuelo). Me percaté de que estaba en un barrio diferente al mío, este se veía más lujoso: casas grandes con jardines hermosos y bien cuidados, pero muy distraído, ya que nadie notaba mi presencia (eso pensaba).

Caminaba con pasos gigantes y, con la esperanza de no ser descubierta, salí a la calle principal. Noté que estaba en la calle 5. Por la hora ya no había autobuses, así que me tocó caminar: tardé una hora en llegar a la calle 20, pero al fin me sentía en un lugar conocido, mi casa.

Entré por la puerta de la cocina, me quité pronto toda la ropa y la metí a la lavadora, con suerte quedaría limpia. Subí las escaleras, me dirigí al baño, me vi al espejo.

—Esta no soy yo —me decía mientras tocaba mi cara manchada—. ¡Esta no soy yo!

El agua caía sobre mi cuerpo e intentaba recordar lo que había pasado; mi memoria nunca ha sido buena, olvido las cosas tan rápido como pasan… pero en esta ocasión tenía que recordar todo.

Después del baño, bajé a la cocina a prepararme algo de cenar, ya que haber caminado tanto me dejó hambrienta o quizá fue haber matado esa mujer. Me sacudí la cabeza en manera de poder concentrarme en mi cena y en resolver el misterio antes de culparme. Aun así, no rechazaba esa opción. Tenía poco tiempo para aclarar mi mente, mis ideas antes, de que la policía empezara a investigar.

No había tenido tanto miedo desde que asesinaron a mi padre justo frente a mí: tres puñaladas y mi padre estaba muerto. Recordaba cada segundo de ese día, pero ahora no recordaba nada. Solo tenía 4 cosas; mi uniforme, el papel misterioso, el arma altamente mortal y la dirección de la escena.

Llevaba varios días sola en casa, mi madre no estaba mucho por aquí por cuestiones de su trabajo y tenía la edad suficiente para poderme quedar en casa sin ninguna supervisión. Para mí era lo mejor, yo no quería estar en la misma casa con esa señora: ella era la culpable de la muerte de mi padre, pero aún no la habían atrapado. Era excelente fingiendo ser buena madre y una viuda intachable.

Escuchaba la secadora dando su último ciclo y mi respiración jadeante, sentía mi corazón latir tan rápido, al menos 120 latidos por minuto, un número alto contemplando mi edad. Sabía esos datos por mis clases de anatomía. Sonó el timbre, la ropa estaba lista, estaba implorando que la sangre no estuviera más ahí, pero claro que estaba, no desapareció. Todo esto me perseguía.

Desperté, al parecer me había quedado dormida en el piso del cuarto de lavado. Observé el reloj pegado en la pared y las manecillas marcaban las 11:45 de la mañana; dormí lo bastante para recuperarme de la noche de ayer, pero me sentía culpable de haber descansado teniendo un gran problema. Encendí el televisor y coloqué el canal de las noticias locales: ahí estaba la mujer; 35 años, ama de casa, madre de 2 hijos, Mariana. No tenían sospechosos, pero la investigación estaba en proceso, al parecer fue asesinada brutalmente, la degollaron.

Fui a la cocina y seguía el cuchillo en el lavadero, pero ahora estaba limpio, me alegré al ver que algo bueno había hecho ayer, haber lavado ese maldito cuchillo. No entendía cómo sabía qué tipo de cuchillo era; un cuchillo chuletero. También conocía todas sus partes; hoja, punta, cabo, bisel, guardamanos, mango, talón… aun así quería deshacerme de todo lo que me vinculara con el caso de la mujer. Incendié mi uniforme y el cuchillo lo enterré en el jardín lo más profundo que pude. Nadie podría sospechar de alguien como yo.

2:45 de la tarde: mi celular sonaba con insistencia. Revisé la bandeja de mi correo personal y había varios mensajes no leídos, en cada uno de ellos estaba el texto “¡Bien hecho, pero superable!”.

Entré en pánico, alguien sabia de mí, alguien sabía más de mí y eso me asustaba. Esto me parecía delirante, claro que, si no recordaba lo que había hecho la noche anterior, podría ser solo una víctima más. Quizá alguien me dejó en la escena del crimen mientras dormía profundamente a causa del medicamento que estoy tomando para conciliar el sueño, exactamente 2.5 gramos. Hace un año el doctor me quiso aumentar la dosis a 7.5 gramos más, un antidepresivo y un relajante muscular; pero, al ver que no realizaba ninguna actividad más que dormir, decidí por mi cuenta seguir con los 2.5 gramos. En ese momento recordé que era hora de tomarla, pero claramente la dejé pasar, pues, si esa pastilla entraba por mi garganta, pasaba por mi esófago y llegaba a mi estómago, iba a perder tiempo valioso, me iba a dormir, así que el medicamento de las 4 de la tarde no iba a tener lugar hoy.

Busqué el remitente de aquellos desconocidos correos; 11.11.11.@correo.com ¿Quién me mandaría esos mensajes?, ¿superable?, ¿por qué la felicitación? Mi pasado era un misterio, al igual que mi presente.

Todo iba mal, especialmente mal.

Me tiraba del cabello con tanta fuerza, mientras caminaba de un lado a otro por toda la casa, que logré quitarme un gran mechón.

—¡Maldita cabeza mía, eres una estúpida, recuerda, recuerda! —gritaba mientras me golpeaba la cabeza. Recordé en ese momento aquel papel enrollado, lo había dejado ayer en mi cuarto, así que fui por él y lo analicé.

El nombre de Marcela aparecía por un lado y del otro lado el número 1990, perecía ser un año de nacimiento. No era el nombre de la víctima de la calle 5 ni tampoco su fecha de nacimiento, esta fecha era de alguien un poco más joven.

—Quizá el nombre de otra víctima —dije en voz alta. Eso bastó para recordar todo.

Eran 11:45 de la noche, portaba uno de los tantos uniformes de la escuela que tenía. “Casa #7 de la calle 2, Marcela, 31 años, maestra”, lo susurraba repetidas veces. Entré por la puerta delantera de la casa, no tenía alarmas antirrobos. Accedí a la cocina y tomé un cuchillo Santoku, subí por las escaleras e ingresé a la habitación principal: ella estaba ahí, dormida, y yo con el cuchillo en mano.

Pesaba 65 kilogramos, los suficientes para caer sobre la víctima e inmovilizarla. Rápido y preciso, el cuchillo estaba atravesando el cuello de la señora. Primero entró la punta, mientras sentía vibraciones por todo el mango al mismo tiempo que el filo atravesaba de lado izquierdo a el lado derecho de su cuello. La arrastré hasta el comedor y la dejé ahí tendida en el piso, desangrándose. Me llevé el cuchillo como premio y salí tranquila de la casa.

Marcela no tuvo tiempo de gritar, no tuvo tiempo de llorar, su último suspiro fue para mí y me alegraba por eso. Un delito perfecto.

La sangre corría por mis pómulos y bajaba en forma gotas, cayendo en mis zapatos. Saqué el celular que le perteneció a mi padre y escribí desde el correo que me había inventado el día que él murió: día 11, mes 11, año 2011; 11.11.11@correos.com: “¡Bien hecho, pero superable!”, y lo envié a mi correo personal.

Extrañaba a mi padre, solo quería que se sintiera orgulloso de mí.

Caminé directo a mi casa.

Entré por la puerta principal, me quité la ropa y la metí a el ciclo de lavado. Me di un baño exprés solo con la intención de quitarme la sangre, ya seca en mi cara, y dormí en mi cama, con mi pijama más cómoda. Ya llevaba 2 noches sin el medicamento. Al parecer, estos actos realizados y planeados por mí me dejaban agotada y el dormir me resultaba fácil.

A la mañana siguiente desperté de buen ánimo y bajé a la cocina, el cuchillo estaba limpio, pero no mi uniforme con manchas profundas, así que elegí quemarlo, otra vez. Algo había cambiado, ya que decidí guardar el arma de la noche anterior en la caja debajo de mi cama, esa caja de zapatos que guardaba desde hace 2 años.

Justo en mi mesa de dormir había una hoja más grande hecha bola, en ella el nombre de mi madre escrito con mayúsculas; ANA. Sonreí esperanzada a que esta noche llegara mi madre a casa.

El cuchillo tipo deshuesador estaba listo para ella.

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Fernanda Valdez. Nacida en la Ciudad de México hace más de dos décadas. Recién egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México como Médica Cirujana. Escritora debutante, algunos años de catarsis la han hecho dar pasos pequeños por sus grandes sueños, buscando su mejor versión llena de introspección.

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