Cuento | Made in China, por Mario Alberto Moreno Pérez

[Texto resultado del Taller Escritura de Cuento para Principiantes: septiembre 2021]

Mi padre es un hombre de mucha disciplina y rigor que desde niño me inculcó el orden y los deportes. Temprano en las mañanas me hacía realizar ejercicios antes de ir al colegio y me inscribió en taekwondo, natación, karate, futbol y básquet. Él insistía en que el deporte forjaba el carácter y que uno debía estar saludable en mente y cuerpo a través de esforzarse al máximo en el ejercicio. Mi madre resignada era la que me llevaba a las clases vespertinas; a mí, la verdad, no me interesaba mucho hacer deporte, pero el temor al regaño paterno me disparaba la adrenalina para asistir y no faltar. Además, mi padre esperaba siempre mi esfuerzo para ser de los mejores y veía a la competencia como algo que uno debe asumir en cualquier actividad.

A regañadientes asistía al deportivo del Seguro Social y me fui distinguiendo en algunos deportes con logros locales en competencias del deportivo o escolares, pero para mí la satisfacción más grande fue cuando Paco Iniestra, mi compañero de la preparatoria, me invitó a su casa de campo, donde practicaba tiro con arco. Tomar el arco, tensar la flecha y apuntar con el pulso adecuado fue para mí una revelación, pues me ubicó en la disciplina que realmente me fascinó.

Varios fines de semana lo acompañé y me enseñó lo básico: “Considera el viento”, “no mires para otro lado”, “suelta la flecha cuando estés seguro de que tu mirada lanza la señal adecuada al cerebro”. “La posición de las piernas debe ser en compas sin abrirlas mucho”, me decía Iniestra con su puntual amabilidad. Así, después de los primeros tiros, nos dimos cuenta de que mi tino era bastante bueno y el blanco central era muy concurrido por mis flechas.

Su padre al vernos nos ofreció llevarnos al Comité Olímpico Nacional para una prueba y después de tres evaluaciones nos quedamos en el equipo. Realmente, a diferencia de otros deportes, éramos pocos los practicantes de esta disciplina, solo cuatro hombres y tres mujeres formábamos el equipo. Teníamos que ir todas las tardes para practicar, así que Iniestra pasaba por mí el metro Tacuba y de ahí nos íbamos a las instalaciones del COM.

Las Olimpiadas se llevarían a cabo dentro de dos años en China, por lo que se fueron intensificando las prácticas, sábados y domingos con jornadas cada vez más largas. Iniestra y yo fuimos destacando y siempre teníamos excelente puntuación.

Dos días antes de nuestra partida a China, nos hicieron una fiesta de despedida a la que asistieron nuestros familiares. Esa tarde mi padre tomó el micrófono y dijo en tono orgulloso: “Sé que nuestro equipo de tiro con arco traerá medallas, pero más seguro estoy de que mi hijo será un campeón con medalla, lo esperaremos como un hijo digno de nuestra patria”. Hubo aplausos, pero a mí se me hizo un nudo en la garganta y un hoyo en el estómago ante semejante presión.

Al siguiente día recibí una llamada del padre de Iniestra, quien me informó que mi amigo se había quebrado una mano al caer en el baño y que estaban en el hospital en operación. Fue una tristeza realmente que no pudiera asistir

Llegamos a Beijín el 5 de agosto y nos instalamos en la Villa Olímpica, fue una excelente recepción y el 10 de agosto se llevó a cabo una inolvidable inauguración que no escatimó en mostrar al mundo el tesoro pretérito y la modernidad del pueblo chino.

El día de la competencia final me encontraba muy seguro, con la tranquilidad de un día soleado y sin viento, en la noche anterior había recibido dos llamadas que me dejaron feliz e intranquilo: la primera fue de Iniestra, que me llenó de ánimo; la segunda, de mi padre, que me deseó suerte en un tono enérgico y exigente.

Ya había pasado las eliminatorias sin problema con una puntuación excelente. Salí al campo de tiro con el aplome necesario y vi solo de reojo a mis colegas, un alemán rubio y alto y un chino, bajo de estatura y con una sonrisa enigmática. Cuando menos me di cuenta, estaba en el podio recibiendo la medalla de plata en mi disciplina y, al escuchar el himno de Alemania, pensaba en mi regreso y el gusto que tendría mi padre.

Al bajar del podio todo fue júbilo, una electrizante corriente de aplausos, una serie de entrevistas, llamadas y felicitaciones por doquier. La titular del Comité Olímpico me ofreció quedarme hasta el final de las competencias para que disfrutara la clausura y me habló personalmente de la cantidad de 200 mil pesos en pago por mi esfuerzo y una beca de 15 mil pesos mensuales por 5 años.

Se me asignó un guía que fungió como compañero y traductor y que me acompañó en las visitas obligadas en la ciudad de Beijing; sin embargo, mi inquietud mayor como turista era no dejar de visitar la Muralla China. Con el dinero que me había dado mi padre y el permiso de las autoridades, compré mi boleto para el tren bala y en una hora ya estaba en la famosa muralla. Tal fue mi deleite y embriaguez de estar ahí que subí al tren de regreso con unas copas de más y una sinrazón aturdida por el triunfo deportivo. Las ganas incontrolables que me dan después de varias cervezas hicieron que me dirigiera al baño del vagón y dejara mi saco con la medalla en la bolsa del mismo.

Al llegar al hotel quise dejar la medalla en su estuche y no estaba; busqué en la pequeña bolsa de mano, no la encontré. La embriaguez conseguida en el paseo se me bajó de inmediato y el miedo se apoderó de mí, sudé frío, ¿cómo podría explicar esto a mi padre?, ¿cómo a las autoridades?, ¿cómo al pueblo de México? Mis interrogantes no me dejaban un momento, tendría que avisar a las autoridades, seguro fue un ratero que me estuvo vigilando y sabía que traía la medalla, ¿me tacharían de traidor a la patria, sería señalado como un deportista borracho irresponsable?, ¿por qué no la había dejado en el hotel en la caja de seguridad de la Villa Olímpica?, qué estupidez de cargarla creyendo que todo mundo me reconocería y quisiera que se las mostrara, cuando en realidad fui un turista anónimo más en la Muralla.

Llamé a mi guía y le comenté lo acontecido, mis manos temblaban y, solo de pensar en mi padre, todo me daba vueltas. Llegó de inmediato y, después de analizar pros y contras, me dio una propuesta que fue realmente un alivio solo de considerarla.

No dirigimos a la zona de Beijín donde venden todo lo inimaginable de las marcas más prestigiosas del mundo, pero de manera falsa. La piratería estaba expuesta en locales con vitrinas de todo tipo, era la calca exacta de lo apetecible por el grueso de los mortales pero que su poder adquisitivo no alcanza para tener este tipo de objetos: relojes, perfumes, equipos de sonido, celulares, ropa, joyería etc., etc.

Pues bien, mi guía, no puedo decir su nombre, me llevó por calles y callejones hasta llegar al área de talleres clandestinos de joyería. Al presentar mi propuesta de conseguir una medalla igual a la mía (ya había pedido a mis compañeros atletas que me dejaran tomar fotos con ellos mostrando sus respectivas medallas de plata), el primer técnico me dijo que eso lo pondría en serios aprietos y no quiso hacer el trabajo; el segundo, ubicado en un tercer piso de un edificio viejo de madera al final de un callejón, me dijo que tendría un costo elevado y que, si lo quería en dos días, el precio subiría igual y que podría utilizar un metal similar a la plata que tendría la misma apariencia

Me mostró su equipo, una impresora 3D, y dijo que necesitaría las medidas exactas y fotos totalmente nítidas para hacer el diseño en computadora y luego hacer la pieza tal cual, con el peso y las medidas originales. Busqué en Internet ese mismo día; además, me fotografié con más atletas en la Villa Olímpica y regresé al otro día.

Sudando por la congoja y el miedo a que se extendiera la noticia más allá de las tres personas que sabíamos de esta circunstancia, tuve que hablarle a Iniestra y contarle mi situación; le pedí el dinero, pero me comentó que tenía que pedirlo directamente a su padre. Aclaré que al recibir mi dinero prometido por la titular del COM regresaría sin falta ese dinero.

Regresé con mi guía al día siguiente e hicimos una transferencia bancaria y, después de que el pirata, un hombre viejo y con lentes de botella viera en su cuenta el dinero, me prometió que en tres días estaría lista la medalla. En los siguientes días me declaré enfermo del estómago y con ese pretexto no salí de mi habitación y evité hablar con cualquier medio de comunicación o persona. Con mi familia hice un par de videollamadas cortas alegando que no tenía tiempo por la agenda vertiginosa que traíamos los campeones.

Finalmente, llegó el día y sí, ahí estaba la medalla, para mi gusto un tanto opaca, pero mi respiración se fue equilibrando cuando la tuve en mis manos, tenía el mismo peso, la misma imagen y la misma consistencia metálica. Sabía que era una copia, pero mi corazón latía y la quería como a la original, ya podría mostrarla a mi padre y a mi regreso, a todo México.

Mi guía y yo regresamos a la Villa Olímpica felices y le di unos billetes de recompensa, mismos que no quiso recibir, solo me miró con una mirada de ternura, comprensión o lástima, realmente no lo sé.

Ya en México fui entrevistado varias veces por los medios de comunicación más prestigiados y salí en innumerables reportajes de revistas.

La medalla ha permanecido colgada en mi habitación en un cuadro de cristal. De manera solitaria limpio la alpaca como si fuera una lámpara de Aladino y uno de mis deseos es regresar a China y no soltar la medalla en ningún momento. Creo que los otros dos deseos no son tan relevantes de contar.

Con mucha frecuencia mi padre llega a mi cuarto y mira casi con lágrimas en los ojos mi medalla made in China.

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Mario Alberto Moreno Pérez. Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Trabajó en el entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en la Dirección General de Publicaciones y en el Consejo para la Cultura de Hidalgo. Ha publicado un libro de narraciones “Armario” bajo el sello Amate Editorial. Actualmente reside en Nuevo Vallarta.

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