[Texto resultado del Taller Escritura de Cuento para Principiantes: noviembre 2021]
Mi cuerpo deshecho manaba la sangre sobre la tierra. Por cada latido, mi vida se apagaba ahora entre susurros. Varones satisfechos de su heroicidad, ahora brindaban en sus casas entre ellos por el triunfo de su verdad y su irónica fantasía: un monstruo menos entre la sociedad… Son aves de rapiña.
El cuerpo y el espíritu deliran, los monstruos nocturnos acuden a mí para devorarme. Escuché el aullido… los lobos acuden para deleitarse con mi vida… Y escuché su voz, la voz de Dios. No hay culpa alguna en mis actos, puedo sentir su misericordia después de mi muerte. ¡Divino Dios! Ayudas a tu hija, le entregas el descanso eterno: “Abre los ojos”. Estoy lista para entrar al paraíso. Abro los ojos y frente a mí resplandece una mujer.
Se detuvo mi respiración, solo mantenía la mirada sobre una anciana, cuya luz en sus ojos me transmitía tranquilidad, aunque también verla me producía terror. Vestía un traje verdoso; más tarde me contaría cómo las usaba para escabullirse por entre la maleza y pasar desapercibida de los cazadores.
—Folia ―susurré. Escuché su risa que, en un principio, imaginé como un coro de cuervos, que anunciaban la muerte. Pensaba en una sonrisa tenebrosa. Sin embargo, solo fue una risa humana, como las ancianas que asisten a misa, para dar el ejemplo de rectitud a las más jóvenes.
—Por muchos nombres soy conocida; mi fama se ha acrecentado no solo por mis talentos, sino también por la imaginación de la gente. ¡Cuánta creatividad almacenan las mentes!
—¡Aléjate de mí! ―grité, buscando entre sus cosas algo para defenderme―. Eres la Luperca, la bruja del bosque ―continuó mirándome.
¿Cómo se siente no tener miedo de uno? Yo siempre tuve miedo de ser alguna de esas perversas mujeres que morían a manos de los Justicieros.
Sin embargo, yo siempre observé un aura oscura alrededor de sus sonrisas; sus palabras eran un siseo serpentino que reptaban aduladoras y estrangulaban los corazones de los creyentes que alimentaban con fantasías el apetito de la pobreza y la ingenuidad de la razón.
Crecí bajo la protección de mi tía, escuchando las historias de esos pequeños diablillos cuyas travesuras orillaban a los de poca fe a caminar rumbo al bosque, donde devorarían a los infantes o los sacrificarían ante el Revelde.
A los nueve años exactamente, meses antes de que mi tía muriera a manos de los Cuervos, me encontraba jugueteando en los lindes del bosque, cuando escuché una voz seductora. Mi tía gritó angustiada cuando me encontró frente a un enorme árbol.
Llegaron los Paladines de Dios para volverlo cenizas, no sin antes recitar las letanías bíblicas para alejar la tentación y el mal.
—Obra de la maligna Folia, hija de Canidia. ¡Maldita bruja! Reclamas tus presas como loba. ¡Luperca! ¡Infame! Pronto saborearás la carne inocente, pero aleja tus brujerías del santo pueblo ―Luego, como una temible contestación, las hojas de los árboles se mecían bajo el viento.
Cada vez que encontraban el haya o el Árbol de las Hadas, como se conocía entre el pueblo, entregaban a un infante al bosque para que fuera devorado por la arpía silvana. La sangre al día siguiente demostraba el apetito de la bruja y la calma regresaba. Hasta que nuevamente, como ave fénix, renacía uno nuevo de entre las cenizas.
Aún recuerdo aquella tarde, cuando, mientras comía junto a mi tía, irrumpieron con furia en la casa. El grupo de hombres alzó la cruz cuando la vieron con las hierbas en la mano, echándolas sobre el caldero. Uno de ellos me tomó a la fuerza, para apartarme de las perversas enseñanzas; ni me despedí…
Tiempo después, las voces regresaron, así que decidí seguirlas. Me envolví en aquella música. Llegué al mismo árbol, quien ansiaba unirse conmigo, tan solo con tocarlo. El grito de una pueblerina me despertó. Estaba con la mano recorriendo el tronco: “Igual que la inmunda tía”, decía el pueblo mientras husmeaba mi enjuiciamiento. Estaba desnuda frente a los Paladines de Dios; escuchaba su desprecio, los cuales no ocultaban ante mí sus miradas.
“Tiene la marca del Diablo“, gritaron mientras señalaban hacia mis manos. Busqué con angustia hasta que la vi: Un haya se había formado en mi dedo índice…
Maldiciones provenían de los hombres asustados: “En el nombre del Padre, del Hijo y…”. Después la tortura, no recuerdo cuánto, ni cómo, ni qué; son visiones ocasionales: me arrastraron por toda la ciudad, atada a los caballos; el pueblo estaba arremolinado para alimentarse de mis gritos y mi sangre, cual Cristo en su pasión. ¿Sanguinarias las brujas? Los espejos rotos son los favoritos de la ley, porque es mejor una figura distorsionada…
Tomé una escoba, apuntando con decisión hacia aquella anciana, lista para huir en cualquier momento:
—Es tu decisión salir de aquí. Tomar un camino bajo la influencia de los otros puede ser más riesgoso que escuchar nuestro interior.
De pronto su seguridad calentó mi corazón, los pies se plantaron como un árbol. La miré: una figura débil que relucía imponente a las velas, dentro de la cabaña: “Acompáñame, hija, te mostraré lo que las brujas hacemos”.
Al escuchar la palabra, me asusté, sin embargo, quería averiguar el origen de sus historias. Colocó una piel de lobo sobre su cabeza y hombros y salió al bosque, bajo el fulgor plateado del astro diánico. Un aullido lobuno brotó de su garganta y un repelús sobrenatural recorrió mis entrañas; ahora veía ante mí a la gran Luperca. Me monté sobre ella y tal era su rapidez que parecía que volaba por entre las copas de los árboles. Escuché los secretos del bosque, los suspiros de las bestias, el arrullo de los manantiales, los cantos de los árboles en su antiguo idioma, hasta que unas risitas captaron mi atención. A nuestro lado volaban pequeñas esferas de luz; eran duendecillos con alas que en tropel guiaban nuestro vuelo. Llegamos a un lugar repleto de árboles… La bruja recuperó su forma humana y me miró sonriente.
—Estás en mi Edén. ¿De verdad creías que devoraría tantos niños? Les brindo una segunda oportunidad: los árboles nacientes son aquellos que no pude salvar en esta vida y han renacido con la ayuda de nuestra Diosa, Hécate. Las hadas son los guardianes del bosque, aquellos que curé de las mortales heridas. Un vistazo al Río de los Saberes revelaría al verdadero monstruo.
—¿Quién eres en realidad? ¿Por qué me salvaste? ¿Por qué no soy un hada o un árbol? ―La bruja me miró desconcertada.
—Muchos nombres me han dado a lo largo de los años: Luperca, Folia, Monstruo, Bruja, Anciana, Vieja, Puta… pero mi nombre es Feronia. Soy la Madre del Bosque (Mater Silvarum). Supuse que habrías entendido la razón. Eres una bruja, Diana; eres la elegida ―la joven negó rotundamente con la cabeza, incrédula a lo que sus oídos percibían―. Tienes la marca del haya ―tomó mis manos para señalar el signo brujeril―; es el llamado del bosque en tu alma, ¡es tu destino!; no sé cómo, pero sucederá ―en ese momento, un cuervo pasó graznando y soltó una pluma que nos dividió; los árboles silbaron silenciosos y emanaron una bruma blanquecina; las hadas apagaron sus fulgores, después de huir asustadas―. Sebek´tha´eerik muhj ―susurró la anciana en el idioma nemoroso, el cual dominaría más adelante.
Viví con ella por muchos años, aprendí a escuchar a la Naturaleza, a convivir con el cielo y los astros, a usar las hierbas, a interpretar el canto de las aves; Me enseñó a leer en el sosegado silencio de los libros el arte de los hechizos y la transformación en un familiaris. El mío fue una lechuza; ululaba todas las noches por el bosque, por lo que empezaron a nacer nuevas historias sobre mí.
Disfruté de una plena tranquilidad hasta que un pensamiento oscuro, cual araña, tejió su hilar para atrapar mis inseguridades: ¿por qué esos monstruos nunca llegaron hasta acá? Nunca me dio una respuesta concreta, solo mensajes ocultos.
Fue aquella noche de novilunio, cuando los graznidos del cuervo se escuchaban como coros fúnebres; el rostro de Feronia parecía oscurecerse y desaparecer entre la escasa luz de la choza. De pronto, un viento helado abrió abruptamente las ventanas; la humedad de la caoba, carcomida por las termitas, emitió el agudo chirrido que antes hubiera asociado a la carcajada de una vieja bruja; ahora se parecía más a la gredosa voz de los Guerreros de Dios. Las antorchas avanzaban hacia la casa como un grupo de hombres furiosos.
—¡Huyamos! ―grité.
—¡No! Tú debes continuar con mi legado, como lo he hecho desde hace mucho tiempo. Siempre estaré contigo, Ebryod Sofrahj, meiei Fehr ―susurró antes de revivir la historia de mi pasado.
Cubrí mi cuerpo con las plumas de la lechuza para transformarme, y canté. Canté toda la noche, hasta el amanecer, la melodía fúnebre de las Ninfas, los suspiros acongojados de los árboles, los sollozos de las hadas, las lágrimas negras de un ave triste.
Posada sobre un árbol colindante con el pueblo, observé la muerte de Feronia, a quien confundí unos momentos con mi amada tía. Sentí sobre mí su mirada triste, pero firme ante su decisión. Antes de consumirse totalmente entre las llamas, alcancé a escuchar sus palabras: “Sebek´tha´eerik muhj“: “Mi alma habita contigo”, sería una traducción aproximada porque en el idioma nemoroso implica una relación eterna, tanto en vida como en muerte; vivir por siempre en el corazón del otro; dejar una huella imborrable en el alma.
Una noche, mientras admiraba la luna menguante en mi nuevo hogar, escuché de la brisa nocturna los susurros de ella: “Ebryod Sofrahj, meiei Fehr“: “Hija mía, bendecida por Hécate”. Mis ojos no creyeron la forma que salió por entre los árboles: una loba me miraba directo a los ojos y, a su lado, aleteaba un cuervo… Y así cumplió su promesa.
Un nuevo Árbol de las Hadas fue incinerado, el humo de la corteza cubría los cielos. Tomé mi bastón y caminé hacia la puerta para escuchar, como si estuvieran a unos metros, la voz de los canallas:
—Te hacemos entrega de este niño, horripilante Velia, Arpía de los Bosques, hija de Folia y nieta de Canidia. ¡Satisface tu gula concupiscente con la sangre de este infante y deja tranquilo a este sagrado y devoto pueblo cristiano!
Y, como respuesta, mi Canto de la Muerte, como lo nombraron ellos, un ulular melancólico y espeluznante. Sentí el repelús que provocaba mi canción sobre sus cuerpos y dije para mí misma: “La nueva se acerca… Ebryod Sofrahj, meiei Fehr“.
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Griselda del Bosque. Nació el 31 de octubre de 1993. Desde pequeña sintió pasión por las brujas, por lo que pasó su infancia y adolescencia leyendo y viendo series con temática brujeril. Se dice hija del Bosque, del misterio y la magia. Por ser admiradora de la diosa Diana, el arco son sus libros y sus flechas, sus ideas. Cree en el poder femenino intelectual heredado por las antepasadas, así que, desde su perspectiva es necesario visibilizar el marginamiento para cambiar la humanidad.