Creo que lo sabe. Desde hace tres días no me mira igual. Setenta y dos horas son suficientes para diseccionar los cambios en los ojos de una hormiga al fijarse en ti. Solo una novicia ignoraría las diferencias. Y yo hace mucho dejé de pertenecer a ese clan.
—La misión de hoy es desagradable —dice la Mariscal Atta mientras se pasea frente a la línea de soldados —, pero debemos de cumplirla con el mismo honor como si fuera la más vital, incluso más.
Se detiene justo frente a mí, me mira con esos ojos que dejaron de ser los mismos hace tres jornadas.
—¿Se me entendió? —pregunta.
—¡Sí, señora! —mi grito se funde entre los centenares que lo acompañan, al responder todo el batallón al unísono. El silencio retorna. Mantengo la vista clavada en la oficial y creo divisar un asomo de sonrisa en su expresión, antes de que reanude su andar de un extremo a otro.
—Su disposición me reconforta —dice—. Es por eso que les escogí personalmente entre sus pelotones. Ninguna de ustedes es ajena a la batalla ni a las penurias implícitas en su condición de miembros del ejército. Se han enfrentado a la muerte y vivieron para contarlo.
Vuelve a detenerse la Mariscal, ahora en el extremo derecho de la línea. Contempla la formación mientras asiente, orgullosa de la imagen que le ofrecen sus ojos.
—La misión de hoy está enlazada con la muerte —prosigue —, o más bien con sus consecuencias. Todos ustedes conocen la tarea asignada esta mañana al batallón dos. Y también saben lo ocurrido a las hormigas que salieron a cumplirla, según los relatos de los sobrevivientes.
Perdí tres compañeros en esa misión. Más de un millar de efectivos salieron en busca de alimento, por órdenes de la Reina. En un principio, todo marchó de maravillas. Se logró alcanzar el estante donde guardaban el pan de la casa y un centenar de soldados allanó la jaba. Se comenzaron a sacar las porciones de alimento y a transportarlas de vuelta a la colonia. Se sabía, por datos de los exploradores, que en ese horario todos los inquilinos de la casa se hallaban trabajando y sería casi imposible la aparición de alguno. Pero la vida siempre encuentra la forma de encumbrar cualquier pronóstico. Y la dueña de la casa retornó. En un golpe de ironía, vino a servirse unos panes, pues acudió directo al estante donde nuestras camaradas trabajaban. Tras un ataque de ira al descubrir las bandadas de hormigas que invadían el alimento, la señora desapareció a través del pasillo. Al cabo de unos minutos regresó, con un pote de insecticida en la mano.
Inició, en ese punto, la masacre. Se escuchó el estruendo de la sacudida del pote antes de que la dueña lo acercara a la pared y presionara el gatillo. “Lluvia de muerte”, así lo describió uno de los sobrevivientes. Caía recta y letal, como saetas de acero que robaban la vida al instante. La acompañaba un chillido tan potente que rompía los tímpanos. Las más fuertes lograban avanzar varios pasos antes de sucumbir a la asfixia. Nada podían hacer sus exoesqueletos contra el veneno, bastaba tan solo respirar y la inconsciencia te vencía. De ahí a la muerte pasaban si acaso dos segundos.
Afuera, en la pared de la cocina, quedó un rastro oscuro de muerte, formado por los miles de hermanos y hermanas muertos en ese combate. La dueña de la casa debía volver al trabajo, pero a su retorno limpiaría el desastre, o así la oyeron clamar los exploradores que salieron a estudiar el desastre.
—Tenemos poco tiempo —dice la Mariscal Atta—. Dentro de unas horas regresará nuestro enemigo y será demasiado tarde. Nuestros camaradas necesitan ser honrados como es debido. Y está en nosotros la obligación de sacar sus cuerpos de ahí.
—¿Usted vendrá con nosotros, mi señora? —la interrogante asoma entre las filas traseras del batallón.
La oficial, antes de contestar, vuelve a llenar de escalofríos mi espinazo al mirarme:
—¿Cuándo ha sido de otra manera?
Aún atrapada entre el peso de sus ojos, cargados por el indicio de que ya conoce cada detalle de mi indiscreción, me estremecí porque me cogió desprevenida el bramido de mis compañeras. Todas, avivando su valor al saberse acompañadas por la legendaria Mariscal, lanzaron vítores de júbilo.
Tal vez, si conocieran las intenciones de la oficial, no la celebrarían tanto. “O lo harían mucho más”; repliqué para mis adentros. Nada puede darse por sentado en nuestro mundo. Ni siquiera los principios de una oficial tan prestigiosa. Cuántos años admiré a esta hormiga que ahora se me antoja una extraña, la fuente de mis pesadillas desde que noté el cambio en su forma de mirarme. El silencio es lo peor. Se me antoja el más peligroso de los heraldos, pues la muerte no tiende a servirse de mensajeros muy locuaces.
“¿Puedo confiar en ti?”; me dijo la Mariscal, aquella mañana, semanas atrás.
—Claro, mi señora —repito, en mis pensamientos, mientras adopto la formación de marcha. El batallón se alista para atravesar el agujero de entrada a nuestra colonia. La luz del exterior, tibia y reconfortante, avizora una avalancha de peligros.
“Estoy planeando algo único en nuestra colonia”; dijo ella. Recuerdo que a sus espaldas mantenía a su séquito de oficiales de confianza. Todos clavaban la vista en mí, atentos a cualquier reacción que delatara intenciones ajenas a las transmitidas por mis palabras. “Pero necesito soldados de confianza y, como una de las hormigas de mayor veteranía, te considero una de ellos”.
—Puede confiar en mí, Mariscal —dije yo, tan seducida por la voz de la oficial, por las remembranzas de sus proezas en combate. Ciega a todo, excepto a la obediencia a su mandato. Pero su propuesta sería la encargada de abrirme los ojos a otras realidades que nunca anticipé ni de ella ni de su círculo íntimo de seguidores.
“Estamos preparando un golpe”; dijo y, tal vez para reforzar su ausencia de remordimientos al realizar semejante confesión, esbozó una sonrisa. “¿Qué te parecería no tener que rendirle pleitesía a ninguna Reina?”
El asombro fulminó de mi boca todo atisbo de palabras, al menos durante unos segundos. Luego, las expresiones inquisitivas de mis interlocutoras me forzaron a escudriñar entre los resquicios de la perplejidad alguna frase para arrojar a la plática. ¿Qué responder? La idea de ver perdida a la Reina traía sensaciones de desamparo y soledad. Pero al mismo tiempo, la perspectiva de un mundo diferente provocaba en mis seis patas temblores propios de la emoción.
“Entonces, ¿qué dices?”; el tono y la mirada de la Mariscal exigían una respuesta. Me sentí obligada a lidiar con la amenaza más inmediata.
—Puede contar conmigo —dije.
Una colonia de hormigas sin Reina. Nada se me antoja más aparatoso, aunque tampoco es inaudito en varias especies. “Mucho depende de cuán unidos estemos los involucrados en esto”; dijo Atta. “Pero tan solo imagina un mundo en el que varias voces, enlazadas bajo un consenso, dicten el destino de la colonia… ¿No suena mejor que someternos a la orden de una sola autoridad, sin importar que hallemos grietas en su estrategia y aun así, sea imposible opinar, por los riesgos implícitos en ello?”
Ella tiene una forma de expresarse, de estampar sus ideas en pleno rostro. Es tanta la intensidad que se hace imposible no caer ante la seducción de su mirada, de sus palabras. Solo la distancia logra disminuir el hechizo arrojado sobre tus sentidos por la legendaria oficial. Entonces, entran en juego las costumbres ancestrales, los principios grabados al rojo vivo desde el instante en que abres los ojos al mundo. Ese conflicto se cebó en mi conciencia durante semanas. Hasta que no pude más.
“Se sospechaba de los planes de la Mariscal Atta, pero nunca imaginamos las magnitudes de su complot”; dijo la Reina. “Ya lidiaremos con su desidia. Y tu contribución será recompensada, en su momento. Pero por ahora, la situación debe mantenerse igual, si queremos reunir los elementos necesarios para juzgarla. La Mariscal cuenta con demasiados adeptos y cuestionar su honor debe apoyarse de fuertes cimientos.”
—¡Doble fila! —exclama la Mariscal Atta, erguida junto a la abertura que conduce al exterior de nuestra cueva—. Cuando la última escuadra salga, se dispersan y comienzan las tareas de recolección.
Ella permanece junto a la entrada cuando le paso de lado. Me sigue con la vista. Sonríe igual que hizo con cada una de las que pasó anteriormente y como hará con las siguientes. Aun así, sigo vislumbrando espectros en cada gesto de la oficial. Espectros que se abalanzan sobre mi instinto y me compelen a poner pies en polvorosa.
Nada más salir, se percibe el olor del veneno, cuya aureola todavía contamina el aire, pese a las dos horas transcurridas del desastre. Pasamos encima del tomacorriente y doblamos izquierda, en la esquina, hacia la pared de la cocina. Allí aguarda el largo rastro de cadáveres. Forman un sendero negro, inmóvil, que se extiende a lo largo de la pared y culmina en el estante del pan. Noto erizarse cada rincón de mi cuerpo al vislumbrar un detalle. Tan rápido actuó el veneno que la gran mayoría de mis compatriotas perecieron sin oportunidad de romper sus formaciones. Adheridas al suelo por la viscosa capa de veneno que recubre sus cadáveres, algunas sostienen trozos del alimento recolectado.
Mi pelotón, de los primeros en salir, se dirige hacia la vanguardia del batallón muerto en combate: el punto más lejano, próximo al estante del pan. Pasamos de lado a nuestras hermanas caídas. Los oficiales pasan las órdenes a través de murmullos, cual si temieran que alzar la voz perturbase el sueño eterno de los cadáveres.
Siento la vista nublarse y las patas perder su firmeza; son efectos adversos del aroma venenoso.
—Tenemos que movernos —apremia la jefa de mi pelotón cuando nos detenemos junto a uno de los cadáveres. Enseguida, comenzamos a cortar la masa viscosa del veneno que mantiene a nuestra compatriota pegada a la pared. En cuestión de segundos, mis garras desbaratan las ataduras y el cadáver se tambalea, libre de su cautiverio.
—Ayúdame a ponerla sobre mi espalda —pide la jefa de pelotón y obedezco sin chistar. Mientras lo hago, busco con la mirada a la Mariscal Atta. La diviso a unos centímetros de distancia, animando a las reclutas más jóvenes a acelerar sus movimientos. Ya casi todas han cercenado la viscosidad con sus garras y se aprestan a echarse los cadáveres sobre la espalda.
—¡Viene alguien! —el grito de la centinela llena de horror las expresiones de todos los soldados del batallón. El pánico ya provoca temblores en los miembros de algunos. Pero la voz de la Mariscal irrumpe contra nuestros miedos:
—¡Quietos! ¡No quiero ni un movimiento! —ni uno solo escapa a la hipnosis de la orden. Inmóviles, parecemos víctimas del ataque del veneno mientras un hombre entra a la cocina y pasa de lado la pared donde nos encontramos. Al cabo de unos segundos, desaparece en los cuartos traseros de la casa.
Todos dirigen la vista a la Mariscal, necesitados de su guía. Ella continúa en silencio y con un gesto, indica que se le imite. Nadie se mueve. Quietos, en calma, observamos el retorno del hombre. Sostiene algo en la mano, pero nadie lo reconoce hasta que es muy tarde. Nuestros nervios crujen, desbaratados ante el estruendo del pote de veneno al ser sacudido. Son pocos los que esperan la orden de la Mariscal:
— ¡Retirada!
Yo ya corro al escuchar su voz escurrirse entre los alaridos de pánico de mis compañeras. Dedico un segundo a comprobar, con el rabillo del ojo, el punto donde el hombre arrojará la primera oleada. Es cierto lo que dijeron los sobrevivientes del primer ataque. Una lluvia pesada, aplastante, que devora todo a su paso. La puedo sentir cerca. Su olor. Tan cerca. El suelo tiembla a mis pies. Me roza una humedad pegajosa. Los gritos de quienes corren a mi espalda desaparecen de súbito, ahogados por el veneno.
Imprimo aún más energía a mis patas, pero la sospecha de que no lo lograré me arranca un grito de pánico. Frente a mí, el cadáver de una hormiga amenaza con robarme la poca ventaja contra la proximidad del veneno. Logro evitarlo y seguir, sin reducir la velocidad. No veo a la otra, tendida casi junto a la anterior, un poco a la derecha. La esquivo en el último momento, pero una de sus patas se enreda con las mías. Grito de nuevo al caer, consciente de que será mi último acto. La lluvia tóxica se detiene de repente, a solo un centímetro de mí. Tendida en el suelo, observo a la jefa de mi pelotón lanzar sus últimos estertores, adherida a la pared, con la hormiga muerta todavía sobre su espalda. El hombre retrae el brazo en el que sostiene el pote de veneno y vuelve a sacudirlo. Necesito aprovechar esta breve pausa. Intento incorporarme, pero el esfuerzo se roba toda mi fe en la nueva oportunidad. Ha sido solo una postergación de lo inevitable. Apenas puedo respirar y mis miembros no responden.
—El veneno te mordió —dice una voz. Los sonidos llegan distorsionados a mis oídos y no logro ver nada con el ojo derecho. Aun así, la silueta de la Mariscal se dibuja sobre mí. Siento sus patas asirme y levantarme del suelo —. Vamos, soldado, resista un poco más.
Cierro los ojos, sin fuerzas para articular palabra. Mientras la oficial corre, escucho el golpeteo constante de mi espalda contra la suya.
—Estamos cerca —dice ella tras dejar atrás la esquina y doblar hacia la pared donde aguarda nuestra cueva.
Entonces, a riesgo de perder la conciencia, intento hablar. Y algo sale:
—Usted sabe…
De súbito, caigo al suelo y alguien me jala por las patas traseras hacia el interior de la cueva. Reconozco a varias de las compañeras que lograron escapar. Sus expresiones avizoran que el horror no termina. Logro voltearme para encarar el exterior.
Diviso a la Mariscal Atta. De pie, afuera. El olor a veneno cobra fuerza. Está cerca.
—¡Entre, mi señora! —la animan las hormigas.
Solo un paso la pondrá a salvo, pero ella permanece en el exterior. Me mira y sonríe. Luego desaparece, engullida por la lluvia blanca y aplastante del veneno…
Mi nombre es David Martínez Balsa: nací el 25 de agosto de 1991 en la Habana, Cuba, tengo 29 años. Soy egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, donde obtuve la beca de creación literaria ‘’El Caballo de Coral’’, en 2015. En el 2016, recibí primera mención en el concurso de cuento “Camello Rojo”. Obtuve tercera mención en el concurso Juventud Técnica 2017. En el 2017 recibí el Premio David en la categoría de cuento. En el 2020 obtuve mención en el concurso La Edad de Oro. Soy miembro de la Asociación Hermanos Saíz.