Cuento | Peregrina, por Gyselle del Toro

Tenía la costumbre de salir en medio de la noche a sentir el viento acariciando su piel, reflexionar sobre el paso del tiempo y esperar a una visita que, en el fondo sabía, nunca iba a llegar. Solía tomar una vieja libreta casi repleta de notas y ahí, en medio de la luz tenue que iluminaba la entrada de su casa, se dedicaba a escribir. Cuando la prosa ya no le alcanzaba porque su mano se cansaba o porque las ideas dejaban de fluir, hacía la libreta a un lado, sacaba un cigarro, lo encendía y, en el proceso, se dedicaba únicamente a mirar hacia la nada.

En realidad, a la luz del día, era un campo inmenso, donde años atrás caminó su padre; ese hombre de manos fuertes y callosas, llenas de cicatrices a causa del trabajo manual. De repente recordó su infancia y el olor de los duraznos que crecían en el patio trasero, recordó a su mamá lavando la ropa y cómo le ayudaba a descolgarla una vez seca para después enrollarse en las sábanas y aspirar el olor del detergente.

A su memoria vinieron también las mañanas en casa de su abuela, quien vivía cerca y cuidaba de ella como si fuera su propia hija. Recordó los polvorones en la mesa del comedor, el olor a café, y sus huevos revueltos favoritos. También evocó las caminatas por el campo con su abuelo, el médico del pueblo, quien a veces la reprendía por tomar un camino distinto a causa de su ensimismamiento. “No te separes de mí, Carmen”, le decía.

Fue una vida sencilla, interrumpida años después por la urbanización. El pueblo creció, apareció el turismo, los abuelos fallecieron y su papá decidió vender la casa y las parcelas de tierra heredadas. La finca fue destruida por aquellos extranjeros que la compraron con la excusa de hacer una casa de campo, pero al final el terreno se convirtió en tierra baldía; quizá se echaron para atrás por la superstición. En el pueblo se decía que, a veces, se podían ver cosas en el campo. Lo decían así “cosas”, no especificaban nada, como si fuera el trabajo de uno entender a qué se referían.

Con los años, Carmen terminó por aceptar poco a poco los cambios; la vida no fue igual y faltaban muchos más por venir. A veces se desviaba de su ruta usual y se detenía a mirar el vacío de aquel sitio donde creció, donde probó polvorones y café y donde solía ponerse la bata de su abuelo y fingir que ella también era médica. Miraba con nostalgia el terreno por un par de minutos y lo recorría pensando “aquí estuvo el comedor, aquí la sala, aquí la biblioteca…”

Se quedó dormida entre tantos recuerdos y ensoñaciones. No recordaba cuándo fue la última vez que se abandonó al sueño de una manera tan sencilla. Se relajó y, mientras su respiración se tornaba pesada, escuchó una voz que la sobresaltó. Era dulce, familiar y sabía a quién pertenecía; quizá esa fue la razón por la cual se despertó y no durmió por el resto de la noche.

Se desperezó rápidamente y se levantó de la silla. Entró en la casa, sacó una linterna y se dispuso a apuntar con ella a los matorrales y los alrededores. “¿Hola?”, dijo un par de veces, pero no hubo respuesta. Suspiró derrotada al percatarse de que aquella voz provenía de sus sueños y, en medio de su decepción, volvió a tomar asiento y se puso a recordar.

De repente se vio en el funeral de su padre, había fallecido en un accidente de trabajo en el campo; fue un evento modesto, con algunos invitados. A pesar del cariño de ellos, después del entierro, ella y su madre se quedaron solas.

Llegó al pueblo una nueva familia que decía venir de Guadalajara, de la ciudad, y no tardaron en convertirse en el centro de interés. Carmen se acordó de las vecinas al entrar y salir a todas horas de su casa; “te lo juro, María”, le decían a su madre, “tengo un primo que tiene un amigo que habló con el señor y le contó que estaban aquí porque su hija quedó preñada de algún desconocido”. Recordó cómo se persignaban después de relatarle a su mamá, quien, para entonces, ya tenía los nervios frágiles, sobre aquel estilo de vida tan poco decente de aquella familia. “No vayas a dejar que tu Carmelita se junte con ellos”. Le decían poco después, “ella es tan buena muchacha, no vaya a ser que te la corrompan”.

Su madre siguió a su papá un año más tarde. Una enfermedad en los pulmones, según le había dicho el doctor. La soledad que siempre la había acompañado se aferró a ella con más fuerza tras su penúltima pérdida importante.

Carmen comenzó a trabajar en el campo hasta el anochecer y, durante las noches, en las que se encontraba únicamente con el siseo de la brisa veraniega, leía, como si aquello fuera la mantuviera con vida, de forma anormal y compulsiva. Se alejó poco a poco de la gente y de sus propios pensamientos. Callaba el ruido externo con trabajo y el interno con lectura. A veces deseaba tumbarse en medio de su cama, en medio del campo y desaparecer o dormir para nunca despertar.

Su inusual jornada laboral la llevó a hacerse amiga de Lucía Méndez. Con pesar recordó las últimas palabras de su madre, dichas aquella tarde en que se vieron por primera vez, mientras hacían una de sus caminatas por el campo: “Prométeme que no te vas a acercar a esa gente, por favor, mija”. Pero Carmen no había prometido nada y solo estrechó la mano de su madre, que, sin saberlo, lo tomó como un gesto afirmativo. A lo mejor por eso no se sintió culpable cuando la otra muchacha se giró para mirarla y la saludó.

“Lucía”, pensaba, “qué jóvenes éramos entonces”; ella diecinueve y Carmen veintiuno. Lucía Méndez, la muchacha que tiempo atrás dejó ese campo con la promesa de volver. Esa era la visita que esperaba, la que no llegaba nunca. A veces le costaba recordar los detalles de su rostro, el andar de sus pasos o el color de sus ojos a la luz del sol. Su voz también fue cayendo en el olvido. En ocasiones se preguntaba cómo sonaría ahora, veintinueve años después. No lo sabía y quizá no lo sabría nunca.

Finalmente se enfrió y entró a su hogar. No recordaba la última vez que le había dado rienda suelta a sus recuerdos. Los dejó fluir sin omitir detalles y, para ese momento, su mente ya se encontraba exhausta. Puso el pestillo en la puerta y se preparó un café. Qué curioso era, después de haberse silenciado por años, escucharse durante una madrugada del año 1997;  quedó fascinada porque fue como experimentar la vida de un desconocido.

El pueblo no tardó en perderle el respeto, un poco por los Méndez y un poco por ella. Decían que había sido tocada por el diablo y la gente, paulatinamente, prescindió de sus servicios. “Te digo, Carmen”, le decía Lucía, “ya no tienes nada qué hacer aquí. Vámonos para Guadalajara, rentamos un departamento y conseguimos algún trabajo… allá abundan”. Pero Carmen amaba San Gabriel. Pensaba en el café de olla que vendía don Martín a dos cuadras del templo, en el cura Roberto y sus cómicos sermones, en su casa, en el campo. Pensaba en muchas cosas y mucha gente que, para ese punto, ya no quería ni verla, pero que significaban un hogar.

Esa noche, mientras acomodaba sus ideas, Carmen se dio cuenta de que estaba completamente sola. “Qué hubiera pasado si…” se repetía, jugando con sus manos en un gesto nervioso. De pronto dirigió su mirada hacia ellas; ya no tenía veinte años, estaba vieja y cansada. Por cada día transcurrido le era mucho más difícil trabajar en el campo.

“Ándale, Carmen”, Lucía había aparecido ese día fuera de su casa usando un vestido blanco por arriba de las rodillas, “vámonos de aquí, vende la tierra. En San Gabriel no queda nada, ni siquiera personas”. En aquella época mucha gente se había ido a otros pueblos y ciudades, sobre todo los jóvenes y los matrimonios incipientes. Se quedaron los viejos, algunos adultos en sus treintas o cuarentas y, por su puesto, Carmen. Ahora casi no quedaba nada. Los viejos habían muerto, algunos adultos envejecieron y la mayoría se fue con sus hijos o su familia restante. No quedaba juventud, solo los recuerdos.

Ese fue el último día que Carmen vio a Lucía. “Este es mi hogar, esta es mi tierra”, le había dicho y con eso Lucía dejó de insistir. Ambas se quedaron en silencio, se miraron, sin estar seguras de qué más decirse, probablemente porque ya no había nada. Lucía se apartó entonces, el sol la bañó por completo; “Acompáñame a caminar”, le dijo Carmen de repente, “antes de que te vayas”. La invitada asintió y Carmen la llevó por aquel camino que conocía de memoria y había sido tan importante. Llegaron al terreno donde estuvo su hogar y creció la niña que soñó con ser doctora. 

Carmen se sentó donde habría estado la cocina y observó en silencio, cerró sus ojos y, al abrirlos, se encontró con la mirada de Lucía. Le sonrió, ella sabía. Después de todo su amistad nunca necesitó muchas palabras. “Voy a volver, Carmen. Prometo venir a visitarte”, ahí, en medio de un lugar casi sacro, Lucía le hizo la promesa.

Pasaron los meses, las estaciones, los años. San Gabriel, 1997, población: diez. El pueblo estaba cada día más solo, el campo más descuidado y el tiempo perdido. Ni médica, ni escritora, ni lectora… Para ese momento, nada.  Carmen, por primera vez, se arrepintió de sus malas decisiones. Dio un último sorbo a su taza de café, se levantó de la silla, caminó hacia la tarja e hizo lo que tenía que hacer. La luz de la luna la iluminaba directamente, a través de la ventana, ubicada frente a ella. Alzó la vista y ahí, en medio del campo, la encontró sonriendo con su vestido blanco.


Gyselle del Toro nació el 3 de enero de 2001 en Guadalajara, Jalisco, México. Ha colaborado con la Academia Nacional de Poesía de la Ciudad de México en su antología literaria Tiempo fuera. Actualmente es estudiante de Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara.

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