Cuento | La llorona, por Maura Fuentes

Todos parecían tener una historia de fantasmas menos yo; era la única que nunca tenía qué contar, me moría de celos. ¿Qué tenía que hacer uno para que se le apareciera un muerto? Traté de todo: me despertaba a las 3:33, dormía con una silla al lado de mi cama, porque se consideraba una invitación explícita para que me visitaran; incluso, si mi mamá no se opusiera, hubiera jugado a la oujia. Hasta sacrifiqué un viernes en la tarde y, en lugar de ver televisión, acompañé a mis abuelos al rosario de uno de sus conocidos, pero me aburrí tanto que empecé a echar carreritas con las viejitas a ver quién rezaba el padre nuestro más rápido.

Mi último y más desesperado intento lo realicé una tarde de domingo. Me acerqué al viejo perro de mis tíos, sigilosamente le quité una lagaña grande y amarillenta; me lanzó un suave gruñido, pero no hizo ademán de moverse. Estaba a punto de llevármela a mi propio ojo cuando mi mamá me dio un manotazo y la regañiza de mi vida.  

Después de eso ya no me quedaban muchas ganas de seguir intentándolo. Me empezaba a hacer a la idea de que, como decía mi hermana, aunque fuera rara no tenía nada de especial y por eso no podía percibir nada. Probablemente también explicaba por qué aun no podía hacer ningún amigo en la nueva escuela.  

Después de divorciarse, mi mamá nos llevó del departamentito en el que crecí durante once años a la nueva casa en la avenida Lago. A pesar de que era más grande y de que estuviera en un barrio más bonito, no bastaba para compensar mi odio hacia la nueva escuela.

Los niños de mi salón habían decidido que yo era demasiado rara para juntarme con ellos. Fue mi culpa por contarles con demasiado entusiasmo aquella vez en la que estaba dispuesta a ponerme lagañas pegajosas de perro. Mi único contacto en la escuela era mi hermana mayor, pero ella apenas y me hablaba, se creía mucho porque ya iba a pasar a secundaria. Además, como era más bonita y lista que yo, no le costó trabajo encontrar nuevos amigos. 

Una tarde mientras esperábamos a que nos recogiera mi mamá a la salida de la escuela escuché como ella y su amiga cuchicheaban. Me veían a cada rato hasta que finalmente me cansé de sus risitas y con una mueca les pregunté qué me veían. 

―No te queríamos decir, pero es que la primaria antes era un panteón y por eso está maldita. 

―Además, una niña se murió en los baños y, si entras de noche, se te aparece y te mata. Yo la oí una vez como lloraba, pero me salí corriendo para que no me hiciera nada ―aseguró la amiga de mi hermana 

Me quedé boquiabierta y ellas solo rieron. Al poco rato mi mamá llegó, regresamos a casa; no pude pensar en nada más durante el día. Ya lo había decidido, yo iba a capturar al fantasma de la escuela.

Pasaron varias semanas de frustración en las que no encontré absolutamente nada. Siendo la rechazada del salón me pasaba el recreo sentada cerca de los baños, con los oídos y ojos atentos ante cualquier señal paranormal, en lugar de ir a saltar la cuerda o jugar stop con las otras niñas. Sin embargo, aquel día nublado, mientras me comía mi torta de huevo, por fin, pasó algo. 

De no haber entrenado mi oído las semanas pasadas, no hubiera escuchado ese quejido. Miré a los lados para ver si alguien más lo había notado, pero los otros niños jugaban y reían como si nada. Escuché un sollozo, seguido de un llanto. Sonaba quedito, pero estaba segura de que no era mi imaginación. 

Guardé mis cosas en mi lonchera y me metí al baño de mujeres. Era un lugar chiquito; había una diminuta ventana al fondo de cara a la entrada. Tenía cinco cubículos apretujados a la izquierda y solo dos lavamanos paralelos a éstos y arriba de ellos estaba un espejo mugroso. El único foco de ahí no prendía, así que la única luz se colaba por la puerta abierta. 

El llanto se escuchaba con más fuerza, era de una desesperación que yo nunca antes había presenciado, mucho menos experimentado. No sabía qué hacer o qué decir, escuchaba los sollozos de alguien que sorbía los mocos… ¿¡Los fantasmas tenían mocos!? Casi se me había olvidado que buscaba a la niña muerta, me sentía chiquita e inútil y solo quería que parara de llorar.

― ¿Hola? –dije sintiéndome muy mensa por tan absurdo saludo. Sin embargo, el llanto se detuvo ―. ¿Estás bien? Soy la niña nueva de cuarto A.

Me aferré a la correa de mi lonchera, mi talismán protector de fantasmas, pensé que podría usarla como una especie de chacos si la cosa se ponía fea. Aunque después de un segundo me di cuenta que tenía la ventaja de estar en el marco de la puerta y podría huir en cualquier momento. Estaba preparándome para tantos escenarios que lo último que esperaba era ver a una niña común y corriente con los ojos hinchados salir del último baño. 

No se veía muerta a pesar de que tenía sangre en las manos. Se fue a enjuagar y cuando se dio la vuelta pude ver que su falda tenía una gran mancha roja. Volvió a encararme mientras se secaba las manos en el suéter. Me miró como en espera de que me riera de ella, pero yo sólo la veía sin saber qué decirle.

      ―¿Estás bien? ―repetí. Me volví a sentir mensa, ¿cómo iba a estar bien?

―Ya te había visto ―contestó― Yo soy Dolores; bueno, Lola. Soy de cuarto B.

Se limpió la nariz con la manga del suéter y le quedó un moco blanco embarrado. Me dio mucha pena decirle que también tenía uno atorado en la nariz, por lo que saqué una servilleta de mi lonchera y se la ofrecí. 

      ―¿Quieres que llame a una maestra?

Se quedó pensando un rato y al final asintió. No mencioné que los ojos se le habían puesto cristalinos ni que había escuchado como le sonaba la panza. A pesar de que el baño no me parecía el mejor lugar para comer, le dije que si tenía hambre se podía comer la otra mitad de la torta y tomarse mi boing de fresa. Ella agradeció y se abalanzó como un animalito hambriento a la vez que yo salía corriendo.

Sonó el timbre que marcaba el fin del recreo y yo apenas había regresado con la primer  maestra que encontré. Cuando le expliqué la situación, tomó su bolsa y me siguió al baño de niñas. Le habló con voz muy suave a Lola y dejó que ella volviera a llorar mientras le entregaba un paquetito de plástico blanco con rosa. Torpemente le di unas palmadas en el hombro antes de que la maestra me recordara que debía volver a mi salón; Lola me sonrió apesadumbrada. 

Los días siguientes la busqué a la hora del recreo, pero no la encontré por ningún lado. Quería preguntarle a algún niño de cuarto B sobre la existencia de Lola, solo para asegurarme que el episodio del baño no había sido producto de mi imaginación, o que, en todo caso, realmente me había topado con el fantasma de la niña del baño. Sin embargo, era demasiado tímida y siempre lo dejaba para el día siguiente. 

Un martes sonó la campana del recreo y cuando salí ahí estaba Lola, tal y como la había visto la primera vez. En cuanto me vio se acercó. Sus ojos cafés ya no estaban hinchados, su uniforme estaba limpio y tenía una sonrisa auténtica en el rostro. En señal de agradecimiento me regaló una paleta de manita de la suerte. “Encontrarás lo que buscas”, leí antes de comérmela. 

Bastó poco tiempo para que nos volviéramos inseparables. Pasábamos juntas todos los recreos y si pasaba por mi salón o yo por el de ella nos saludábamos sonriendo a través de la ventana. A veces, nos poníamos de acuerdo para salir al baño al mismo tiempo y quedarnos un buen rato a platicar. Ya nadie me molestaba, en parte porque dejé de darle importancia a lo que decían y en parte porque Lola no tenía miedo de pelearse con ellos para defenderme.

Sorpresivamente vivíamos en la misma calle, a solo unas casas de distancia. No nos habíamos visto antes porque no la dejaban estar sola en la calle, pero desde que supimos que éramos vecinas pasábamos juntas prácticamente todo el día. 

Me contó que su mamá era enfermera y a veces llegaba muy cansada por sus guardias y se quedaba dormida, por eso a veces no iba a la escuela, no había quien la llevara. Yo sabía que tenía un padrastro porque su mamá le contó a la mía que salía seguido de viaje, pero Lola nunca hablaba de él. A veces, sin querer, se le salían datos sobre las cosas que hacía y que odiaba, como que la obligaba a abrazarlo y a saludarlo de beso, o que durante la noche se asomaba varias veces a verla en su cuarto y ella prefería cerrar con seguro, aunque su mamá la regañara. 

Siempre se enojaba cuando hablaba de él y se quedaba así un largo rato hasta que se distraía con algo más, así que procuraba no preguntarle más. Yo también lo odiaba a pesar de que nunca lo conocí, mi mamá no me dejaba ir a su casa si sólo estaba su padrastro, prefería que pasáramos la tarde jugando en mi cuarto o viendo la tele en la sala. La mamá de Lola estaba muy agradecida con la mía por cuidarla los días que ella no podía y se veía muy feliz por ver que su hija tuviera una amiga.

Todo iba bien y por eso no sospeché que ese jueves sería el último día en que vería a Lola. Justo la tarde anterior habíamos hecho un pacto. Ir a buscar a La Llorona. Le había contado sobre mi obsesión por encontrar algún espectro, ella sugirió que La Llorona sería la más fácil de encontrar; me aseguró que había escuchado varias veces sus gritos y lamentos, “como si estuviera en el cuarto de junto”. 

El viernes pasé por su salón, pero no la vi. Luego la busqué durante el recreo, pero no había ido. En la tarde fui a su casa a buscarla y sin querer le di la peor noticia a su mamá, quien creyó todo ese tiempo que su padrastro la había llevado en la mañana y que se había regresado conmigo. 

A partir de ese día mi mamá ya no dejó que ni mi hermana ni yo anduviéramos solas en la calle ni un minuto, ni siquiera para esperarla afuera de la escuela. Incluso parecía haber hecho las paces con mi papá porque lo veíamos más seguido cuando nos recogía o llevaba a lugares si es que mamá no podía. Al parecer la mayoría de padres tomaron las mismas medidas, ya no había niños jugando en la cuadra o regresando solos a sus casas. 

Diario me sentaba frente a la ventana a ver si en una de esas veía a Lola regresando a casa. En más de una ocasión crucé miradas con la señora Mari, quien tenía el mismo pasatiempo que yo. La saludaba con la mano, aunque rara vez notaba mi presencia. Mi mamá trataba de quitarme de ahí, hasta mi hermana, la señorita “ya soy adolescente”, me proponía jugar a las muñecas o lo que yo quisiera. ¿Cómo podría siquiera pensar en jugar? La pulsera de cuentas que Lola me regaló al mes de ser amigas me recordaba todo el tiempo su ausencia. 

Unas horas antes de que descubrieran el cuerpo de mi amiga en un lote baldío a unas cuadras de la casa fui con mi mamá al mercado, ya tenía marchantes y siempre le hacían plática. Como también conocían a doña Mari le preguntaron por ella y que si ya sabían algo de Lola. A mamá se le ensombreció el semblante, me miró de reojo y solo respondió que todavía esperaban su regreso. No mencionó nada sobre su padrastro, aunque yo la había oído hablar esa misma mañana con la vecina acerca de que no sabían nada de su paradero desde la desaparición de mi amiga. 

El señor de la fruta torció la boca y asintió, iba a decir algo más, pero me miró y cambió de opinión. Le pidió a mi mamá que le llevara de su parte un kilo de manzana, dos de naranja y medio de fresa a la señora Mari por si volvía Lola porque eran sus frutas favoritas.

Estaba poniendo el mandado en su lugar cuando escuché el grito más desgarrador que he oído en toda mi vida. Provenía de la calle, pero mamá no me dejó salir. En cuanto ella salió corriendo a ayudar, mi hermana y yo nos asomamos por la ventana, vi que ella y otros vecinos corrían hasta la mitad de la calle donde estaba la señora Mari. 

Apenas distinguí su rostro. Los vecinos trataban de levantarla del piso, pero ella los apartaba a manotazos; se jalaba el cabello y luego se daba golpes en la cabeza. 

― Mi hija, mi hija. ¿¡Por qué me mataron a mi niña!?… Mi Lolita. 

Durante semanas me persiguió su imagen y sus gritos. Durante las noches en que yo no podía dormir escuchaba su amargo lamento, casi siempre le hacía compañía y lloraba quedito hasta quedarme dormida. Ya no me importaba ver a La Llorona o algún otro espectro. El único fantasma que quería ver era el de Lola y al menos despedirme. 

Las pocas veces que me encontré a doña Mari se veía muy cansada, su uniforme blanco pasó a ser gris, y su cabello negro, antes suave y reluciente, se había vuelto una maraña sucia. Ya no iba a su trabajo y se dedicaba casi todo el día a vagabundear por la cuadra, como si en una de esas veces hubiera la posibilidad de encontrarse a su hija regresando de la escuela.

Con el pretexto de entregarle el mandado enviado por los del mercado, salí una tarde, a escondidas de mi mamá, hacia la casa de enfrente. La pobre mujer estaba sentada en la banqueta. Tenía la puerta abierta, como si hubiera salido por algo y a medio camino se hubiera cansado.

―Señora Mari ―dije tratando de no llorar. La última vez que había tomado ese camino había sido para dejar a Lola―. Señora Mari, le mandan esto del mercado. Que no se preocupe por la cuenta. 

Ella me miró como si acabara de despertar de un sueño largo. Me sonrió con la misma gentileza de antes y me pidió que les agradeciera a los marchantes de su parte. Me senté con ella un ratito en silencio. Ella miraba el piso y yo la pulsera de cuentas que no me había quitado todos esos meses a pesar de que el elástico ya estaba sucio y aguado. 

―Fue mi culpa ―dijo de repente.

Me agarró tan desprevenida que solo alcancé a decir “¿Eh?”, pero a ella no le importó, continuó hablando como si yo no estuviera ahí. 

― La voy a encontrar. Voy a ir por mi hija.

Se deslizó al interior de la casa repitiendo su última oración una y otra vez. Aunque tardé solo unos segundos en ir tras ella, la perdí de vista cuando entró a la penumbra del comedor. Dejé la bolsa del mandado en la mesa y arrugué la nariz. La fruta que había al centro estaba podrida y llena de mosquitos. La basura de la cocina estaba desbordada y, del refrigerador abierto, salía un olor de comida echada a perder. Pero aun con toda esa peste me llegó otra aún peor, aunque no supe identificar qué era. Me tapé la nariz para no vomitar. 

Escuché el conocido lamento de la señora Mari, proveía del baño. Cuando entré vi su cuerpo reposando en la tina, me recordó a las figuras de la virgen que había en la iglesia. Tenía esos ojos vidriosos y tristes que miran a la nada, un halo de moscas rodeaba su cabeza y mantenía las manos con las palmas hacia arriba, dos cortes profundos cruzaban sus muñecas de un lado a otro. 


Maura Fuentes (CDMX 27 de octubre 1996) Egresada de la FFyL. Tesista eterna. Ha colaborado en la edición No. 3 de la revista digital Estrépito; busca oportunidades para publicar.

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