[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: mayo 2022]
Estoy sentada justo aquí, al borde de este precipicio. Ahora no parece tan profundo como cuando éramos pequeñas. ¿Recuerdas que mamá solía venir a jugar contigo? Yo me quedaba abajo juntando piedras y buscando luciérnagas cerca del arroyo. No podía imaginarme siquiera subiendo ni dos peldaños de la escalera; las luciérnagas, al contrario, parecían ser felices allá arriba. Luego, cuando el cielo comenzaba a oscurecerse, mamá nos enviaba a buscar palitos para hacer una fogata y me parecía seguir viendo luciérnagas escapando de la madera que crujía abrazada por el fuego. Papá solía abrazarme a mi mientras mamá respondía a cada una de tus dudas sobre el cielo y las estrellas.
La casa del árbol se quedó vacía y con el paso del tiempo se hizo más y más vieja. Le colgué un dibujo tuyo unos días después del último día que pasamos juntas aquí; supuse que te gustaría verlo ahí, detrás de las cortinas rosas que mamá y tú habían tejido y aún detesto.
Todavía huele a madera. El follaje del abeto canta con el viento del otoño. Recuerdo cómo nos gustaba dejarnos caer sobre las hojas que tapizaban el suelo; creíamos que el cielo al atardecer y el follaje en el suelo eran exactamente lo mismo, como si uno de los dos reflejara al otro, y adorábamos el sonido de las hojas bajo nuestras espaldas. A mamá le irritaba un poco tener que quitarnos las hojas del cabello enmarañado. Era mucho más paciente contigo. Ojalá pudieras ver esto, Grace.
La abuela dejó la casa vacía cuando se fue: la puso a mi nombre. Entrar ahí y no oler su comida me es un poco extraño, así que enciendo el horno y saco la masa de las galletas con chispas de chocolate, sin azúcar, así sin más, y horneo unas cuantas aunque casi nunca me las acabo. Guardo una siempre.
—Nana, ¡ahí estás! Es hora de comer.
Le pongo su tazón en el suelo y mezclo su comida con un poco de la mía, no me imagino a un ser tan adorable comiendo de 10 a 12 años la misma comida seca. Ella mueve su cola y saca la lengua una sola vez: ya sabe lo que viene… Te hubiera encantado conocerla. Anoche estábamos viendo la misma película de Tarantino y estoy segura de que fingía poner atención para no desentonar conmigo. Me senté en el suelo a un lado de ella con un tazón de sopa de letras, tu favorita. “Hoy son veinte años, Nana”, le digo. Mueve sus orejas y me mira masticando; le toco la nariz como solía hacer contigo.
La mente se me escapa en un recuerdo, me quedo perdida mirando hacia el refrigerador. Aquella tarde, cuando la gente se había ido y el ataúd se había cerrado ya, acompañé a la abuela hasta la cocina dando saltitos de su mano; nos encontrábamos dispuestas a hornear galletas, como lo hacíamos siempre después de algún desastre. Pegué un brinco y me senté en la encimera, justo al lado de aquel refrigerador. Comencé a mover los imanes, esos que tanto nos gustaban: todos nos veíamos muy felices en esas pequeñas fotos móviles y armables. A mí me gustaba armar el rompecabezas con tu cara regordeta y ponerte el cuerpo de mamá.
—Así lucirá Gracy cuando sea mayor —le dije a la abuela rompiendo el silencio con aquella voz rasposa que tenía. ¿Lo recuerdas? Decías que hablaba como el abuelo y el abuelo gritaba cosas como “¡Ya deja de fumar niña!”. Tú reías y nuestra madre pensaba que era inapropiado, así que reprendía al abuelo apagándole el televisor.
Aquella vez, la abuela me contó que, cuando ella llegara al cielo, podría ver al abuelo Jose, así, sin tilde, y que él estaría esperándola vestido de blanco con todos sus amigos al lado, un televisor a color, en un inmenso jardín.
—¿A qué huele el cielo, abuela? —le interrumpí.
—Huele diferente para cada persona, mi pequeña parlanchina. Según lo que más te guste.
—El del abuelo ha de oler a hierbabuena… o peor… a habano.
Mi abuela sonreía con cualquier comentario que yo hacía. No sabía si me podía llamar graciosa; mi mamá creía que no debería hablar tanto, al menos cuando yo jugaba a leerle la mente eso decía. Quería decir que el mío olería a madera o a bosque recién llovido, pero era demasiado difícil elegir un olor.
Nana me despierta del trance con un coletazo en la cara y luego se gira para acurrucar su cabeza entre mi cuello y mis hombros.
—¿A qué olería tu cielo, Nana? A hamburguesa ¿a que sí? —Sonrío y me acurruco a su lado.
A veces me quedo dormida en la alfombra con ella para que no se sienta tan sola, aunque quien no quiere sentirse sola soy yo. Pienso en que quizá deberían inventar un móvil en el que pudieras enviar aromas, entonces creo escuchar tu risita diciendo que me enviarías un gas. Tuerzo los ojos y sonrío. Se me viene a la mente la palabra vulgar, como mamá habría dicho si escuchara eso de mí. Aunque, si viene de ti, quizá hubiese reído un poco y negado con la cabeza.
Esa noche continué con la conversación de la abuela mientras me quedaba dormida.
—Estaría cantando canciones —continúo hablando sobre lo que ella llamaba “el cielo”— y estaría riendo, riendo todo el tiempo de esos chistes tan malos que solía hacer… —Ella se rio más fuerte y pude ver en sus ojos una chispa de nostalgia, casi casi como una lágrima. Supe que se le había estremecido el corazón también.
—¿Todos estarán vestidos de blanco? —interrumpí arrugando la nariz.
De fondo sonaba el viejo toca disco del abuelo y el horno encendido. La abuela me miró sin responder, encogiéndose de hombros y a la vez haciendo un gesto de sí con la cara, arqueando sus cejas desaliñadas.
—¿Y qué pasa si quiero usar mi camiseta verde? ¿Qué pasa si Grace quisiera ponerse su vestido rosa, ese del hipopótamo en tutú que siempre quiere ponerse? Y… ¿Por qué todos estarán riendo? ¿Hay algo malo con ellos? —El abuelo solía decirme que no era malo estar triste a veces—. Creo que ese lugar no le va a gustar nada al abuelo. Además, ¿no es algo extraño estar cantando también, sobre todo mientras miras el televisor? ¿Es como el musical que vimos en Broadway con mamá? —dije con tedio. La abuela levantó la mirada hacia mamá y ella le sonrió dulcemente encogiéndose de hombros con sus ojos hinchados; yo daba saltitos hacia la sala… ¿puedes creer que hice a mama sonreír aquel día? Incluso, después de… ya sabes. Me alejé hacia el televisor resoplando.
El cielo debe de ser como tus galletas con chispas de chocolate, abuela: sin azúcar.
Me levanto del suelo con dolor de espalda. Nana me da pataditas en la cara y llora. Mis pies están congelados y parece que la nariz se me va a desprender del cuerpo; el calentador de la casa se había apagado en algún momento de la noche. Tomo unas cerillas y me dirijo hacia el sótano. No tengo ni la más mínima idea de cómo encender esa cosa, pero supongo que si la abuela podía arreglárselas sin mí cuando yo salía de viaje, yo podía arreglármelas sin ella ahora que se ha ido. Abro la puertilla rechinante de metal y un puñado de cenizas caen al suelo. Enciendo la cerilla en la oscuridad del sótano y juro que te veo corriendo detrás. Te digo en un murmullo “lo siento, Grace”. Tengo la esperanza de que me escuchas… pero nadie responde y la pierdo de nuevo.
La cerilla me quema los dedos y la dejo caer entre las cenizas. Algo está brillando ahí. Me agacho al suelo y comienzo a hurgar con las yemas de mis dedos que aún arden; me encuentro con un colgante que solíamos usar de pequeñas. Papá nos había regalado uno a cada una con nuestro nombre grabado. Lo cojo entre mis manos y siento cómo el rostro se me llena de sangre como si fuese lava ardiendo bajo mis mejillas. Intento respirar profundo, aunque me parece que eso pocas veces funciona. Me llevo la mano a mi pecho y no encuentro mi colguije. Tiemblo. Leo el nombre del que tengo entre las manos.
Tengo miedo, Grace. Y lo peor de todo es que no recuerdo el momento en el que morí.
Paola Sáenz. Nací un agosto 19 de 1992 en Hidalgo del Parral, una ciudad al sur del estado de Chihuahua. Estudié la Licenciatura en Nutrición en la Universidad Autónoma de Chihuahua. En realidad, desde que soy pequeña mi pasión siempre han sido las lenguas y la escritura, por lo que actualmente soy profesora de Inglés en una Universidad. Continúo con mis estudios de otros idiomas y voy por ahí tomando cada curso o taller de escritura con el que me encuentro para continuar relatando esta historia.