Cuento | Limonero, por Xóchitl Rodríguez Martínez

[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: enero 2022]

La puerta se abrió de golpe como siempre que llegabas de la escuela, pero esta vez gritabas feliz, mostrando una bolsa de plástico. La abrazabas fuerte a pesar de que la tierra que salía manchaba el blanco inmaculado de tu uniforme médico.

—Mamá, mira, ¡compré un arbolito! ¡Vamos a plantarlo al patio!

La primera en llegar fue la abuela. Escudriñó al pequeño retoño con la minucia que siempre ponía en los asuntos relativos a la siembra, acercó la nariz fruncida y percibió el olor a cítrico de las hojas mientras las contaba. Exclamó “¡Es un limón! Está muy enclenque, pero le auguro fuerza en las hojas y parece tener buena raíz. ¡Vivirá, estoy segura!”. Y así, sin más esperanza que la predicción de la abuela, mamá y yo te ayudamos a plantarlo justo al centro del patio de nuestra casa.

No solo el árbol se fortaleció, también tú fuiste creciendo, extendiendo tus ramas…  Ya no solo eras la estudiante de uniforme blanco, te habías graduado con honores en el área médica y ahora desempeñabas un cargo docente en la universidad que te formó. Apenas te distinguías de tus alumnas por edad, era tu primer empleo y el orgullo no cabía en tu pecho.

Yo también crecí y avancé en la escuela primaria. En todos mis logros estuviste involucrada, me enseñaste a leer antes que los demás niños de mi clase y me iniciaste en la fascinación escondida en los libros. La Ilíada para niños fue el regalo con tu primer sueldo. Recuerdo que tenía pastas suaves y brillantes, en un fondo blanco sobresalía la silueta de un guerrero de cabello largo blandiendo en una mano una gran espada y en la otra un escudo de metal.

   —¿Es de guerra? —te pregunté mientras sostenía el libro en mis manos camino a casa.

 —Sí —contestaste despreocupada—, con el paso del tiempo entenderás; la vida puede ser una gran batalla y otras veces un maravilloso poema.

Tu entregada vocación te llevó a buscar una vacante médica en el hospital civil de la ciudad. Concursaste por el puesto y obtuviste el empleo. La abuela dijo que lo conseguiste gracias al coraje de guerrero águila, el cual llevabas en la sangre como herencia de los ancestros. Mamá lo atribuyó a las veladoras encendidas por ella en la iglesia. Yo lo entendí como la consecuencia de la magia fascinante hacia tus pacientes y a quienes cruzan tu camino.

Con tus dos trabajos a tope era muy difícil verte en casa. Me acostumbré a leer a solas. Las tareas de la escuela se fueron tornando aburridas y sosas, añoré tu risa y la forma en la cual me explicaste que las matemáticas no eran difíciles, solo era cuestión de hacer volar la imaginación.

La abuela y mamá no se atrevieron a confesarlo, pero a su manera también advirtieron tu ausencia. Cuidar el limonero se volvió esencial para las manos temblorosas de la abuela y, como retribución a la escasez de tu presencia, se dedicó a darle los mimos y halagos que antes te diera a ti.

Pasó poco tiempo de tu entrada al hospital cuando te confesaste enamorada; los galanteos de un médico de guardia cayeron en tierra fértil, floreciste y te adiviné intensamente viva. Desbordaste ternura y nos contagiaste a todas en la casa por igual.

Tu boda fue muy sencilla; apenas las amistades cercanas, la abuela, mamá y yo. El juez leyó lo pertinente sobre el tablado que se colocó debajo del limonero. Ese día tan especial el árbol se vistió de gala y te regaló flores blancas en ramos de azahares perfumados. Partiste a tu corta luna de miel preocupada por tus pacientes y los pendientes de la universidad, pero el viaje hacia el mar de Puerto Escondido te dio el sosiego anhelado.

Llegó tu embarazo y nos tomó a todos por sorpresa, incluyéndote a ti. No habías parado el ajetreo entre dos trabajos, no habías tenido tiempo siquiera para pensar; sin embargo, lo asumiste con inmenso amor y lo incorporaste a tus actividades cotidianas. A veces, cuando visitabas la casa o venías a comer por invitación de mamá, te levantabas sorpresivamente de la mesa porque el teléfono sonaba insistente; apurabas los bocados de comida, acariciabas tu vientre abultado y decías con firmeza “¡vámonos a trabajar al hospital, hijito!”.

Tu esposo aceptó una plaza laboral y se desplazó a una comunidad lejana. El viaje le llevaba 3 horas en carretera y solo venía los fines de semana. Mamá te sugirió volver a la casa, así no estarías sola toda la semana, pero siempre te negaste. ¡Tenías tanto por hacer!

Tu figura redondeada no pasó desapercibida para nadie, sorprendías a Julián cada vez que te venía a ver. “El edema de tus pies no me gusta”, solía decirte. “¡Ay, pero si no es nada!”, contestabas, “¿Conoces alguna mujer embarazada a la que no se le hinchen los pies?”.

El día que te correspondía salir de incapacidad por maternidad, tus compañeros de hospital te sorprendieron con un festejo de despedida; agradeciste a regañadientes, pues deseabas irte a casa a dormir: estabas cansada y desganada. Esa misma noche la ambulancia fue por ti a tu casa, llamaste a mamá antes de perder el conocimiento. Preeclampsia Severa fue el diagnóstico del médico a cargo: “Lo lamento mucho… tienes que escoger, solo puedo salvar a uno”, murmuró al oído de Julián al mismo tiempo que lo sostenía para que no cayera.

Tu estancia en el hospital duró aproximadamente un mes, tal vez más, no recuerdo bien. Fue difícil llevar la cuenta de las noches que pasamos a tu lado en vela. Cuando por fin despertaste nos dimos cuenta de que ya no eras la misma; tenías la mirada nublada por un presagio oscuro, el cual se llevó gran parte de las cosas buenas que te quedaban en la vida.

La convalecencia la llevaste en casa de mamá. Ella y la abuela te abrieron los brazos protectores que siempre nos ofrecieron de niñas y te arroparon nuevamente. Tu abatimiento fue tal que dormías días enteros. El olvido se instaló en ti: no recordabas parientes lejanos ni amistades y se te olvidó cantar y recitar poemas como antes. La abuela, mamá y yo cambiamos también, un poco y para siempre.

Recuerdo la madrugada cuando te encontramos trepada en la rama más alta del limonero: nunca supimos cómo llegaste ahí si apenas tenías fuerzas para mantenerte en pie. No conseguimos hacerte bajar; mamá tomó la manta más gruesa que encontró en la casa, buscó la escalera, se encaramó dando traspiés y te enrolló en ella. Preferías comer sobre la rama y solo bajabas a lo estrictamente básico. Era frecuente verte arrancando pequeñas flores de azahar para atorarlas en tu pelo desaliñado; cuando llovía, corrías a empaparte la cara con las gotas que resbalaban de las hojas y se confundían con tus lágrimas.

Nuca pensamos en separarte del limonero, al contrario, a la abuela le pareció buena idea mandar construir un columpio en él. Era un pedazo de madera ligera que se sostenía de una correa gruesa de ambos lados: la idea funcionó.

El día que te notamos más decaída te levantaste con tos seca y en el transcurso del día fue empeorando. Los tés e infusiones de la abuena no fueron suficientes para calmarla, la temperatura de tu cuerpo aumentó de súbito y temblabas con cada respiro de aire que entraba a tu cuerpo.

Volviste al hospital, a ese lugar que antes significó tanto y ahora solo evocaba el recuerdo más trágico de tu vida. Después de varias noches que me tocó cuidarte, mamá me convenció de regresar a casa a bañarme, cenar y descansar un poco, ella tomó el relevo junto a ti. La abuela me recibió con comida caliente y luego se fue a descansar. Después del baño dormí no sé cuántas horas hasta que me despertó un calor insoportable. El ambiente se sentía tenso, como si el aire se hubiera estancado en la habitación, así que decidí abrir la ventana que daba al patio; tampoco había viento, la atmósfera era inquietante, nada se movía alrededor. El timbre del teléfono me sacó del estado ensimismado. Alargué la mano para contestar mientras veía como las ramas del limonero comenzaban a temblar sacudiendo violentamente su follaje y tirando los frutos, que caían uno a uno junto al columpio que se movía veloz.

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Xóchitl Rodríguez Martínez (Oaxaca de Juárez, México). Médico Estomatólogo por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. vive en San Luis Potosí, en donde ejerce profesionalmente. Ha sido participante en talleres de narrativa, escritura y salas de lectura desde el 2013 a la fecha. Describe la creación literaria como un placer artístico, espiritual y libre.

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