Narrativa para principiantes | Cerrada Parvada, por Dante Márquez

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[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: enero 2022]

La piel pálida, un prolongado escalofrío y el vómito fueron los síntomas finales del sufrimiento para el señor Taborda.  Unos esféricos y blancos ojos lo miraban con satisfacción desde la esquina del comedor; conforme la vida del hombre se iba desvaneciendo, estas enormes perlas oculares se acercaban más a él con el objetivo de hacerle ver, en sus últimos alientos, las circunstancias que lo llevaron a ese estado deplorable.

En una tarde nublada, el señor Taborda salió a hacer sus compras habituales. Con su pensión de ex-cirujano, se daba el lujo de comprar puros de alta marca, vinos de importación y, sobre todo, costosa y jugosa carne de pato que era usada por su empleada doméstica para prepararle de cenar un delicioso magret acompañado por cerezas molidas. Luego de realizadas sus compras se dirigió a su casa ubicada al final de la cerrada Parvada y al entrar a su hogar llamó a su casera:

—­¡Doris, venga usté! Necesito que lleve las compras a la cocina. —Doris apareció desde la sala y le recibió las bolsas a Taborda; este se quitó el sombrero y volteó al suelo: el periódico estaba a sus pies—. ¡Doris! —gritó molesto tras recoger el diario. La casera fue a su encuentro en cuanto escuchó el llamado—. ¿Sabe uste´ qué hacía este periódico en la mera entrada? —La mujer llevó sus manos sudadas a su pecho.

—Disculpe, patrón, me distraje por un momento. Mi hija está en el hospital y necesitamos mucho dinero para pagar su tratamiento.

Taborda le arrojó una mirada severa.

—Imagino que necesita un poco, ¿no? —Doris asintió sumisamente. Taborda le pasó de largo, periódico en mano, y cuando puso un pie en la escalera se detuvo—. Le prestaré ese dinero para que su hija se cure, ya no quiero más distracciones, Doris. —La mujer, sin mirarlo, soltó un débil “sí”—. La gente como usté solo está aquí para servirnos. Póngase a hacer ese magret, que ese pato viene bien seco.

Las palabras de su patrón aliviaron más de lo que hirieron a Doris; se secó las palmas en el mandil y se dirigió a la cocina para empezar con la preparación.

Taborda se encontraba en el sillón encendiendo su puro, soltó un poco de humo y con el puro entre los labios volvió a llamar a su empleada. Ella atendió con velocidad y obedeció la orden de su jefe: llevarle vino en la copa de acabados dorados, su copa favorita. Doris había empezado a filetear el pato y a cortar las cerezas, sus dedos estaban grasosos. La mujer fue al pequeño bar, vino en una mano, e intentó tomar la copa con la mano libre; cuando estaba a punto de alcanzarla, su mirada se distrajo porque vio a un pequeño pajarito de negro plumaje parado sobre una botella. Doris se sobresaltó. La sorpresa, el estrés y la nula habilidad de sus pequeñas manos engrasadas propiciaron la caída de la copa; a Doris le atravesó una gran preocupación al ver los pedazos de cristal desperdigados en el piso. Su celular empezó a sonar desde dentro de su mandil y cuando lo atendió miró hacía la botella, la negra ave ya no estaba.

—¿Mija? Ahora no puedo atenderte… — los pequeños ojos de la señora se abrieron de espanto—. No, Miranda… diles a los doctores que en cuanto salga del trabajo… —Una delgada lágrima se deslizó por sus acarameladas mejillas—. Conseguiré la forma de que no avance más, solo debo…

Los gritos de Taborda la sacaron de su estupefacción y sin poder hacer o decir nada Doris se quedó cabizbaja.

—¡No chingue, mendiga vieja!, ¿está pendeja o qué?

—No señor, es que…

—¡No quiero escuchar sus pinches excusas!

—Señor, mi hija tiene sida y la está pasando terriblemente…

—¡Escuche bien usté, recoja esos pinches cristales y póngase a cocinar, nada más para eso sirve! —El señor Taborda le arrebató la botella y sacó otra copa—. Mire, Doris —inhaló y exhaló mientras se servía—, yo en mi profesión como cirujano tuve que ver la muerte de muchas personas por accidentes o enfermedades del corazón. —Dio un pequeño sorbo y de su boca arrugada dijo algo que dejó a Doris sin palabras—. Pero déjeme decirle que no es mi culpa que su pinche hija tenga sida, pa’ qué abre las piernas… Igual le daré el dinero, pero dudo que le sirva, esa enfermedad es una cabrona.

La mujer fue por un recogedor. Los sollozos no esperaron y, mientras recolectaba los fragmentos de cristal, un fuerte piar resonó en la cocina, distrayéndola de su labor y provocando una leve punzada en su dedo índice. Doris comenzó a soplarle a su dedo y se dirigió a la cocina. Mientras se lavaba la herida, su dedo dejó de responderle y, como por voluntad propia, señaló hacía la alacena: “¿Te gustaría salvar a tu Miranda, Doris? Abre esta puerta y descubre lo que tengo para ti”.

Doris, hipnotizada por esa voz espectral, miró su índice y se encaminó hacia la alacena, se adentró: ante su incrédula mirada, un extraño grupo de miles de diminutas aves negras comenzaron a salir de la pared. Su movimiento era irregular, como si aquella parvada conformara un solo ser.

—Escucha, Doris Fernández, yo salvaré a tu hija… solo necesito un intercambio más allá de lo convencional. —La doméstica solo asintió. La masa de pájaros se empezó a arremolinar en torno a ella—. Dame la vida de Ernst Taborda y yo te doy la salvación de tu hija.

La mujer pronunció un abobado “sí” y siguió con la preparación del magret.


Ernst se sentó en el comedor y Doris le colocó su plato recién servido. El hombre sorbió de su copa y miró a Doris, quien estaba cortando la tierna carne del ave.

—¿Sabe usté, Doris? La única razón por la cual no la he corrido es por la forma en la que cocina. Si no fuera por eso, la habría echado en cualquiera de sus pendejadas.

La señora terminó de servir y se regresó a la cocina, Taborda susurró algo como “vieja tarada” e inició con su cena.

La carne estaba suave y tenía una sazón agridulce gracias al acompañamiento de las cerezas. Taborda experimentaba en cada bocado toda una sensación de sabores. A la mitad de su cena, Ernst terminó de beber de su copa y cerró los ojos para degustar el vino; cuando abrió los ojos todo estaba oscuro, la única fuente de iluminación era un conglomerado de velas en el centro de la mesa.

La respiración de Taborda se empezaba a acelerar, así que se estiró para tomar una vela, pero esta era intangible. En su sobresalto se levantó de su asiento y pudo ver, sentados en la mesa acompañándolo, a los pacientes quienes no pudo salvarles la vida: Ivanna, la mujer a quien le dispararon en el corazón; Rogelio, el chico que fue atropellado por un tranvía; Paolo, el señor que fue atravesado por un cuchillo en su tórax; y la señora Julieta, la anciana que sufrió un paro cardiaco debido a una negligencia médica por parte de él. Todos esos cadáveres lo voltearon a ver con sus caras blancas y sin ojos. Taborda volteó hacía su plato y se percató de que un pequeño pájaro negro se lo estaba comiendo.

Una taquicardia invadió su pecho, un temblor corporal provocó que se cayera al piso y la náusea no se hizo de esperar cuando se fijó en el comedor y se percató de que una sustancia negra lo cubría, engulléndolo. Sus ojos delirantes vieron cómo desde el techo un grupo de miles de pequeñas aves negras atravesaban el hormigón y se desplazaban como un enjambre por todo el comedor. Taborda, bajo todo aquel alboroto, expulsaba un caldo rosado y flemoso. La parvada se reunía y se replegaba mientras los signos vitales del hombre se iban apagando. Unos obscenos ojos blancos se formaron desde el interior de aquella masa de pequeños pájaros.

Mientras el señor Taborda agonizaba y las visiones de su trato con empleadas y pacientes le paraban su palpitar, Doris lo veía atontada, absorta en los últimos momentos de su patrón. Cuando Ernst dejó de expectorar y su pecho de latir, ella se acercó a él y desde la boca del cadáver emergieron dos esferas bañadas en negro.

—El trato ya se realizó, Doris. La salvación es de tu hija… pero para ti no lo veo muy claro.

La mujer cayó desmayada. Sus ojos se encontraron con la mano de su hija y con unas pálidas luces.

—Mamá… —dijo Miranda, lágrimas cayendo—. Ha sido un milagro, un milagro…

Doris, cegada, le respondió: “Mijita, mi amor…”, tomó su cabeza con la mano, “Gracias a Dios que estas aquí”.

La calma de aquel momento se esfumó cuando Doris volteó y vio un cuerpo con una tarjeta amarilla a su lado. La mujer empezó a respirar agresivamente y se volvió hacia su hija, que para ese instante ya no tenía la cara de Miranda.

—Ha sido un envenenamiento, un envenenamiento… parece que ya recupero la conciencia.

—¿Qué?

—Que diga gracias a Dios que se desmayó tras su crimen, porque si no, sería prófuga de la justicia.

Doris fue levantada por dos policías y pudo ver cómo el comedor y la cocina de Taborda estaban repletos de lámparas blancas y tarjetas con numeritos. Doris intentó alegar, quiso defenderse de las acusaciones, pero la oficial solo le contestaba cosas como “Si fue cianuro o arsénico, es usted muy inteligente. Tiene derecho a guardar silencio, mugre resentida”.

En la patrulla Doris pensó en las últimas palabras que escuchó antes de perder la consciencia y, mientras pensaba en los ojos de Miranda, pudo ver cómo desde los árboles de atrás de la casa de Ernst Taborda, una parvada de pequeños pájaros negros volaba como un enjambre hacía el inicio de la cerrada Parvada.

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Dante Márquez Martínez. Nació en la Ciudad de México y actualmente cursa la licenciatura en biología en la UNAM. Ha escrito cuentos y poesía para convocatorias y para sí mismo, uno de estos cuentos obtuvo mención honorifica en el concurso “El Abuso Sexual no es un Cuento”, y otro fue narrado en el Podcast Letras Ocultas.

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