Narrativa para principiantes | La tejedora de almas, América Barrón

[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: enero 2022]

Podríamos decir que este era un pueblo como cualquier otro, podríamos, pero ciertamente no hay nada de normal en él. Era un pueblo opaco, de calles viejas, grises, con casas monocromáticas de un aspecto funesto y abandonado, lo cual combinaba a la perfección con sus pobladores, en su mayoría ya ancianos; el pueblo entero vestía suéteres tejidos en colores grises y sin vida. Cada día se repetía la misma rutina, parecieran estar atrapados en un bucle temporal: el día iniciaba con el sonido áspero y cansado de un gallo viejo cansado de esperar que los rayos de luz tocaran ese marchito lugar; los ancianos cruzaban la puerta sin despedirse de sus esposas y se encaminaban a la siembra, portando sus suéteres grises.

Adriano era la única alma joven que quedaba en el pueblo, a sus 30 años era el único jardinero, labor que desempeñaba desde muy joven, pues al cumplir la mayoría de edad perdió a sus padres; se refugió en las flores del parque para aliviar su tristeza y soledad. Desde pequeño había ayudado a su padre a cuidar los jardines del único parque del pueblo, el cual contrastaba significativamente con el resto del lugar, pues, a pesar de ser pequeño, abundaba en plantas de colores vivos. Cada una de estas plantas eran cuidadas con mucho esmero y dedicación.

El jardinero vivía enamorado de sus hermosas flores, especialmente de sus arbustos de buganvilias, las cuales mantenía bien cuidadas y podadas… todas excepto una trepadora, la cual se encontraba al fondo, cerca de los arcos de una fuente que decoraba el lugar. De un hermoso color violeta, parecía tener la forma de una bailarina que delicadamente posaba su espalda sobre el arco sujetándose con uno de sus brazos a este. Una de sus ramas sobresalía y daba la impresión de extenderse como un brazo intentando alcanzar algo. Era tanto su amor por el arbusto que se negaba a podarlo; sin embargo, eso nunca cambió su peculiar forma.

Cada mañana Adriano salía de su casa, lo hacía poco después de que emprendieran su marcha al campo los pobladores para evitar toparse con ellos, cruzaba las olvidadas vías de tren y llegaba a su lugar favorito. Saludaba a su buganvilia besando su mano extendida. Pasaba horas platicando con ella y podía jurar le respondía con el silbido del viento. Parecía calmar su soledad, como los adoradores de gatos que pueden entablar conversaciones más amenas con sus mascotas que con las personas… y no es que tuviera más opción, pues en el pueblo no había ningún alma en las calles que pudiera conversar con él. Bueno, casi nadie…

Amanecía nuevamente y el bucle parecía reiniciarse. Adriano cruzaba la última calle para llegar al parque y, como cada mañana, sintió la mirada de la tejedora del pueblo. Ella vivía justo en frente y solía mirarlo con su débil vista desde su ático. A pesar de ser algo rutinario, a Adriano se le seguía erizando la piel al sentirse observado; esta vez su mirada era aún más escrutadora que de costumbre, como si ella supiese sus intenciones. Trató de alejar de su mente tal pensamiento, seguro era porque había sido el único en negarse a usar los feos suéteres que ella tejía. Sin embargo, no podía evitar esos pensamientos, regresaban constantemente. Cansado de su soledad, ese día se armó de valor y se dirigió hacia la casa de la anciana pese la advertencia hecha por sus padres de nunca buscarla, ya que, según ellos, quien se acercaba a la tejedora terminaba sin alma.

Pasó saliva con mucha dificultad y se dispuso a tocar la puerta, pero al ligero roce de su mano esta se abrió produciendo un espeluznante chirrido. Respiró profundo y se dispuso a entrar. La casa era estrecha y tenía un intenso olor a humedad; las escaleras eran lo primero que te recibía. Con cautela comenzó a subir al ático, temeroso tanto por lo deteriorado de los escalones como por lo que le podría esperar al llegar al ático. Cada crujido de las escaleras aceleraba su respiración.

Una vez en el ático, pudo ver de espaldas a la tejedora, su corazón parecía galopar a una gran velocidad. La anciana no podía distinguir bien su rostro, pero se percató de su presencia rápidamente.

—Buen día, Adriano — dijo la tejedora aún dándole la espalda.

—Buen día, anciana —respondió Adriano tartamudeando por el asombro de haber sido reconocido. Tembloroso, se acercó lentamente a ella.

—No has venido por un suéter, sé muy bien que no te gustan, siempre te has negado a usarlos sin importar cuán extremo fuera el frío…

Mientras hablaba con Adriano, ella hilaba en su máquina: sus movimientos eran tan delicados y lentos como el de una bailarina de ballet. De repente, el jardinero percibió una similitud con su hermosa buganvilia violeta, se encontraba absorto en sus pensamientos hasta que la pregunta de la tejedora lo hizo regresar su atención a la plática.

—¿A qué debo tu visita?

—No… he venido… yo… quería pedirle…

—¡Vamos! Sé que eres un excelente conversador, te oigo todos los días hablar con tus flores. ¿Qué buscas de una inútil anciana como yo? —inquirió la tejedora con una ligera sonrisa dibujada en su rostro.

Adriano aclaró su garganta e hinchó su pecho para hablar lo más claro posible, aunque todavía se podía percibir nerviosismo en su tono tembloroso de voz.

—En el pueblo siempre se ha dicho que usted es capaz de robarle el alma a las personas y con ellas tejer esos horribles y lúgubres suéteres… pero a la vez es capaz de tejer un alma a aquello que no posee una. ¿Eso es verdad?

—¿Tú lo crees? —respondió inexpresivamente la tejedora

—No estoy seguro, pero tengo la esperanza.

—Tráeme la lana más cálida que encuentres y todas las flores de tu amada buganvilia, y espera.

El asombro de Adriano se reflejaba en sus ojos. ¿Cómo es que ella podía saber sus intenciones? ¿En realidad podía escucharlo platicar con su buganvilia desde ahí? A esas alturas ya no importaba, su necesidad de compañía era más fuerte que su miedo.

—¿Esperar? ¿Cuánto tiempo? —preguntó sumamente ansioso.

—El tiempo que sea necesario, el tiempo es lo que parece sobrar en este pueblo.

Adriano salió de la casa de la tejedora y se dirigió hasta su buganvilia. Una vez más, parecía acariciarlo con sus ramas. Una lágrima se asomaba por sus ojos y, como si el cielo lo entendiera, comenzó a llorar con él. Poco a poco fue arrancando las flores de su amada buganvilia. A la mañana siguiente dejó a la anciana lo solicitado.

Así pasaron los días, tan rutinarios como siempre. Lo único que había cambiado era su hermosa buganvilia violeta: se había secado por completo aún con los esfuerzos del jardinero por mantenerla con vida. Triste y enojado, solía lanzar maldiciones a la vieja tejedora.

La oscuridad de la noche hizo su arribo, indicando al jardinero que era hora de volver a casa; antes de marcharse miró hacía el ático de la tejedora para lanzar sus ya habituales maldiciones, pero en esta ocasión, por primera vez en toda la vida de Adriano, no estaba ahí. Extrañado pero nada curioso, se dirigió a su casa, que estaba pasando por una escueta y olvidada estación de tren, algo inútil pues hacía años que no paraba en el pueblo, sin embargo, para su sorpresa, paró uno y bajó de él una hermosa y joven mujer, vestida con un suéter violeta. Se acercó a Adriano con movimientos finos y delicados como los de una bailarina de ballet. De pie, uno frente al otro, se sonrieron como si se conocieran de toda la vida.

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