Narrativa para principiantes | Finales Eternos, por Antonieta Bimbela

[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: febrero 2022]

Es viernes. Terminé mis labores en la fábrica un poco más temprano de lo acostumbrado y ahora recorro la carretera en este viejo autobús de pasajeros. Fue una suerte haber podido tomarlo y es una lástima que mi hermana mayor lo haya perdido; espero que alcance el autobús de las cinco. Siento pena por ella, pero ni modo, así es la vida. Me gusta este autobús de enormes ventanillas porque puedo mirar la amplitud del cielo. No pasa de ser un día extraño: las nubes forman múltiples figuras, como si quisieran decirme algo. Debe ser un fenómeno común en esta época del año. Ahora veo una figura blanca dibujándose de forma silenciosa; entonces viene a mí una memoria antigua… debe ser Ramona, tenía tiempo sin pensar en ella.

Conocí a Ramona cuando yo era niña. Era una señora canosa; solía portar un delantal rojo y sonreía mientras con el gancho desprendía naranjas de su árbol para regalármelas. Siempre me decía su acostumbrada frase: “este árbol da naranjas dulces para Ana”, pero ese no era mi nombre. Nunca entendí por qué jamás se aprendió mi nombre, aunque era común entre los viejos confundir los nombres de las hermanas, sobre todo cuando eran tan parecidas una a la otra. Ramona era una mujer amable y la única vecina cercana: su casa se ocultaba en el monte cruzando el arroyo. Llegábamos a ella a través de una vereda terregosa.

Algunas tardes, en casa de la abuela, yo la miraba bordando servilletas. Sentada, procuraba taparse con el borde de su delantal las venas varicosas de las piernas. Pocas cosas supe de la vida de Ramona. Con el paso de los años se fue desvaneciendo su imagen de mi memoria; solo quedaron segregados algunos episodios muy antiguos y hoy, por alguna extraña razón, comienzo a recordarla.

 Mi familia y yo vivíamos en una comunidad llamada Las lajas, ubicada en la zona serrana. En aquel entonces, habitábamos una casa de adobe cerca de la casa de la abuela, en cuyo patio yo corría descalza cuando había lodo. Era un viernes santo por la mañana y acompañaría a mi madre a la ciudad. Me había prometido comprarme un anillo de plástico.

Con el cabello restirado formando una trenza y unos huaraches desgastados, salí al patio. Seguí la indicación de mi madre y me dirigí hacia la pila de agua para lavarme los pies; justo en el camino encontré a mi hermana mayor, Ana, quien todavía se chupaba el dedo pulgar. Ese día tenía cara de espanto y no su familiar rostro soñoliento, no dejaba de morderse el dedo. Después señaló con su mano el viejo roble aledaño a la vereda que conducía a la casa de Ramona. Giré mi cabeza para buscar en el horizonte la causa de su aflicción y de inmediato volví la mirada hacia su rostro donde pude ver una lágrima recorriendo su mejilla izquierda. Caminé hacia el roble sin el afán de acercarme mucho, solo lo suficiente para ver una sábana de retazos viejos manchada de sangre. Abajo se formaba la figura de un cuerpo menudo. Ana detrás mío tomó mi brazo y me advirtió que no me acercara. Era Ramona quien yacía muerta a un lado del roble. Solo mi hermana atestiguó su caída.

A Ramona le reventó la úlcera, al menos eso dijo la abuela días después. Quizás salió de su casa empuñando con fuerza el borde de su delantal, goteando sudor frío y con las venas de sus piernas palpitando mientras intentaba correr con torpeza arrastrando las sandalias. Seguro el dolor la hizo encorvar el cuerpo y de su boca salieron los murmullos ahogados de rezos suplicantes. A veces pienso si su última mirada fueron las pequeñas piedras incrustadas en la tierra soleada o las piernas de mi hermana corriendo hacia ella para socorrerla. De cualquier modo, ese fue su final. Ramona no alcanzó a llegar a la casa de mi abuela y, aunque hubiera llegado, de todas maneras se hubiera muerto: vivíamos lejos de la ciudad y al rancho nunca llegaban los médicos.

No entendí porqué razón mi hermana lloraba. “Al fin y al cabo, los muertos reviven”, le dije convencida de mi sabiduría infantil. Ella, desconcertada, me lanzó una mirada de extrañeza y fue contundente en su siguiente afirmación: “los muertos no regresan más. Ni modo, así es la vida”. A los cinco años de edad, yo era una niña mugrosa en cuyo mundo solo existían los anillos de plástico, el lodo y los viajes a la ciudad. ¡Yo que iba a saber de la muerte!

Fui a sentarme sobre una piedra porque sentí al estómago desprenderse de mi cuerpo como si tuviera vida propia, era pura congoja. En un instante me olvidé del viaje a la ciudad. Ramona estaba muerta y no sabía si regresaría para regalarme de nuevo naranjas mientras confundía mi nombre. “¡Qué infeliz la vida de los muertos!”, dije entre mí. Ramona ya no vendrá a pedirnos azúcar ni comerá naranjas; ojalá no se ponga triste.

El último acontecimiento donde Ramona fue noticia sucedió días después. Una noche mi hermana mayor nos despertó con un grito angustiante; tenía pesadillas donde Ramona le pedía acercarse a la vereda para llevarla dar a un largo paseo. Yo tampoco podía conciliar el sueño, mi corazón palpitaba con fuerza y mis manos siempre estaban frías; al igual que mi hermana, creía que, si dormía, Ramona vendría por mí. “Yo no quiero ir a la vereda nunca”, le decía a mi madre abrazada y llorando en su regazo.

En aquellos días recuerdo a mis padres yendo al monte a buscar hierbas de zapote blanco, según para calmar los nervios. Entonces la cocina se llenó de vapores por las noches. Antes de que cayera el sol, la abuela nos llevó a rezar veinte rosarios durante veinte días junto al roble y de inmediato puso una cruz de madera y la rodeó de veladoras. “Así podrá descansar en paz su alma”, dijo ella con voz sosegada. Después de lo acontecido nadie volvió a tocar el tema.

Hoy, sentada en este autobús casi vacío, miro cómo las nubes desvanecidas van formando la figura de una mujer blanca. Entonces pienso en Ramona. Me pregunto si ella me recuerda… días como hoy la siento cercana a mí, como si fuera un fantasma rondándome. Pienso en su angustia y en la larga agonía que vivió al caminar desde su casa hasta la casa de mi abuela aquella mañana. Quizá se haya quedado atrapada en esa vereda eternamente, buscando con fervor llegar a su destino. La veo caminando, escucho el eco de sus sandalias a lo lejos: trae una taza vacía en la mano, como cuando iba a pedirle azúcar regalado a la abuela. Sus trenzas canosas y su delantal rojo se deslizan en el aire; figura una gran sonrisa sin dientes mientras hace una señal con la mano diciendo “ven, acércate a la vereda”. Le escucho un suave murmullo, me llama Ana, pero ese no es mi nombre. Es tan extraño ver a Ramona cerca, tan extraño como sentir la eternidad de este momento: yo, aquí, sentada en este autobús, donde he perdido la noción del tiempo desde quién sabe cuándo.

¿Te interesa? Da click en la imagen para enviarnos un WhatsApp

Antonieta Bimbela. Originaria de Compostela, Nayarit. Nace en octubre de 1985. Licenciada en Filosofía y Maestra en Educación por la Universidad Autónoma de Nayarit. Ha participado en círculos literarios locales y escrito en revistas independientes. Maestra de literatura alrededor de casi 10 años. Recientemente escribe para el Blog: subterránea1985 con el fin de fomentar la escritura autobiográfica.

Deja un comentario

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s