Amanece de nuevo. Luego de los despilfarros en adioses, esta mañana tengo el leve presentimiento de que voy a morir o llorar. La brisa amarga de los días de noviembre roe mi cuerpo, mientras el alba empieza a besar los tejados y las flores. Pienso en todo ―digo que en todo―, pero creo es nada. ¿En algún momento tendrían esta misma sensación, Platón, Aristóteles o Camus? Le debo algo a estos filósofos occidentales: la locura. Creo tener todas las respuestas, aunque no tenga ninguna. Luego vuelvo a pensar en vos, damisela de la risa sorda, de los pantalones ochenteros; en vos, la de mirada gris. Se me crispa el cuerpo, mis manos temblorosas se remontan a aquellos años certeros de las canciones de jazz ―las de Louis Armstrong―que tanto te gustaban; del tiempo a solas, del cigarrillo nocturno, de cuando mencionabas sobre Cortázar y te preguntaba por qué te gustaba; tal vez no eran sus cuentos ―¡qué recuerdos los de nosotros, los iracundos!―
Aquella tarde en catedrales, aunque no sabía la razón de estar allí, porque no soy muy devoto de algún Dios, o quizá quería estar solo en las bancas de la alameda y ver a las personas pasar, sonó el campanario, con esa melodía que alienta a los buenos creyentes; se escuchó el ruido de los automóviles y, más allá, el silbato desesperado de los trenes, anunciando algún beso de despedida o algún abrazo de bienvenida. Pasaron también los burócratas con sus maletines negros, con sus buenos trajes de alguna marca europea desconocida; andaban vestidos como poetas de la élite. Mientras transcurría todo esto, la normalidad, la mirada estaba fija en el periódico de ese día, aunque hoy poco recuerdo su encabezado; pasaban las sombras de nubes a las cuales no presté atención. Intuitivamente de soslayo miré una silueta de forma delgada y curvilínea, no la identifiqué; aparté la mirada de mi lectura y ahí estaba una muchacha con vestido de domingo, entallado a su figura por el soplido del viento. Recuerdo su andar entre perdida y despreocupada por los jardines de la plaza. Mis ojos quedaron fijos, me invadió un escalofrío por todo el cuerpo. De repente caminé, sin el control de las piernas, pensando en qué decirle. Ya frente a ella, pasé a su lado sin mirarla; busqué detener el paso, pero no fue posible. Me dirigí hacia donde ellos me llevaban; al parecer de regreso a casa o a cualquier taberna hedionda para darle rienda suelta al desosiego.
Los días pasaban y continuaba pensando en la señorita de la catedral. Despierto. He terminado de ducharme y me dirijo al trabajo. Aunque no es una de mis cosas favoritas, subo al ómnibus y me bajo enfrente de la facultad, porque tengo que impartir clases del mediodía arriba. Cuando estoy frente a los estudiantes, cuya clase será de literatura española, leemos un poema de Quevedo y me quedo repitiendo el verso: “nada más queda, solo polvo enamorado”. Pienso: «silueta y retazo de la señorita de la catedral»; solo vuelve una noción del cómo hacía Neruda para hacer esos poemas, ¡qué maldito era este chileno!
Desde aquel día en la catedral ha transcurrido casi un año. Vuelvo a sentir esa sensación de preludio que vuelve a mi ser. Noviembre se presenta bruscamente; siento sequedad en la garganta y en el pecho, les echaría culpa a los cigarrillos, pero este era un síntoma distinto. Me observo fijamente en el espejo: estoy triste, me veo triste y creo enteramente que en toda mi vida he estado triste. Decido caminar por las aceras de esta ciudad extraña. El cielo se encuentra un poco opaco, se parece a esas pinturas sobre óleo de distinguidas belleza y nostalgia. El estruendo de los zapatos se escucha a la distancia, ya que todo está bastante despejado. El recorrido lo tengo muy memorizado.
Haciendo el paseo habitual de años, la volví a ver. Ahora tiene ese semblante más sonrojado; no desaprovecharía esta última oportunidad. Le dije palabras inconscientemente. Ella me respondió; no podía creerlo y, por un momento, llegué a creer que era la mujer que pintaban en esas grandes obras literarias clásicas. Luego, la cité para que al siguiente día fuéramos por un café, allá por el viejo anfiteatro, donde abundaba aquella arquitectura de la vieja colonia española.
Nos encontramos frente a frente en la catedral; me sonreía; intuitivamente le respondí con una sonrisa fría. Caminamos hacia el viejo café, era como si nos conociésemos desde la infancia, lo cual nunca pasó. Ella alzó su brazo sobre el mío y, a cada paso, se acercaba más. Ese fue el único mensaje para que los encuentros fueran constantes. Por la tarde nuestras carnes se predestinaron a estar juntas, sin sosiego, bajo aquella luna menguante que apenas atravesaba la antigua ventana. Ni los ruidos de los perros y los automovilistas nocturnos detuvieron aquel acto de libertinaje adolescente. Comprendí que diciembre es el mes donde se respira el amor y es el que más duele; nos murmuramos al oído utopías entre ella y yo, las cuales nunca concluimos. En la madrugada, sobre la mesa de noche, tenía un viejo escrito de mis tiempos de universitario que decía: Dime querida, qué harás con las cenizas, con las flores, con las lágrimas. Reconozco que es empalagoso, pero vos llorabas, llorabas en silencio, lo cual nunca había observado; al final reías sin hacerlo. Se vistió rápidamente, recogió su maleta, una que siempre estaba preparada. Presentía lo que iba a suceder; no le mencioné, quizá porque no quería escuchar la afirmación de su respuesta. Se fue entre aquellos húmedos y finales días de diciembre… se fue. Ya hace varios noviembres que conocí a la muchacha de la catedral y lo que más me da sentir es que se marchó sin ser mi esposa, quizá sin amarme. La locura me abruma, por eso le debo algo a Camus; quizá esta fue la sensación antes del accidente. Ahora puedo decirte que también he empezado a comprender a Cortázar por un verso tan suyo como mío: “el futuro y sé muy bien que no estarás”; te digo que Cortázar hacía trampa por su voz; ya nada más te puedo decir, amor, muchacha mía. Solo espero que algún día, en otra tarde o en otra vida, volvamos a encontrarnos en otras catedrales.

Renzo Ottoniel Martínez Castro nació el 05 de marzo del 2001 en Morazán, El Salvador, C.A. Estudiante de Letras en la Universidad de El Salvador (UES-FMO). Miembro del Taller Literario Zarza. Ha hecho publicaciones en las revistas digitales Dialogando con el gato (El Salvador), Collhibrí (México) y Revista Raíces (México), entre otros proyectos digitales.