La lengua la hace el hablante pero también hay que darle un orden a las palabras, pues el discurso debe estar bien enunciado o la comunicación no será efectiva. La lengua es caprichosa, también es cierto. El diccionario es el artefacto que equilibra ambas situaciones; media entre una especie de instructivo y un apoyo para el hablante, ya sea para darle el significado, sinónimo o antónimo de una palabra o simplemente incrementar su vocabulario. Difícil tarea la de captar la complejidad del idioma en unas cuantas páginas.
En el siglo pasado una mujer sin formación de filóloga, pero con un inmenso amor por el español, asumió el compromiso de elaborar un diccionario que fuera más allá de las prescripciones de la Real Academia Española. Tal acto le valió el reconocimiento a destiempo y que la RAE le negara un sillón, pues a su criterio, no contaba con el mérito suficiente para ser miembro de la institución.
María Juana Moliner Ruiz nació en Zaragoza, España, el 30 de marzo de 1900 dentro de una familia de buena posición, lo que le dio acceso a la educación. Tras el abandono del padre, María tuvo que ayudar con los gastos de la casa dando clases particulares de latín, matemáticas e historia. Asimismo, costeó sus estudios profesionales de Historia en la Universidad de Zaragoza.
Fue el filólogo Américo Castro quien despertó en ella el interés por la gramática y, siguiendo ese camino, colaboró en la elaboración del Diccionario aragonés del Estudio de Filología de Aragón. A la par de su trabajo como filóloga y lexicógrafa, María Moliner también se desempeñó como archivista y bibliotecaria, llegando a ser parte de las Misiones Pedagógicas, un proyecto de solidaridad cultural patrocinado por la Segunda República; conformado por artistas, intelectuales, profesores y estudiantes, se convirtió en un gran proyecto multidisciplinario cuyo objetivo era resarcir el bajo nivel educativo durante el siglo XIX a través de la organización de lecturas, presentaciones teatrales, proyección de películas, sesiones musicales, etc. y la implementación de bibliotecas en localidades alejadas de la capital española. No obstante, el franquismo alcanzó a la familia de María Moliner y tanto ella como su esposo, el físico Fernando Ramón Ferrando, perdieron sus plazas en el magisterio. Mientras tanto, María volvió al Archivo Hacienda de Valencia, aunque con 18 niveles menos en el escalafón del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Sus últimos años laborales los pasó en la biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid.
En los años cincuenta, María comenzó a trabajar en un diccionario que subsanara las deficiencias del Diccionario de la Real Academia Española, planeaba un diccionario pequeño al que dedicaría por lo menos dos años. Sin embargo, fueron 15 años de trabajo en la sala de su casa después de su horario laboral en la biblioteca; sus anotaciones sobre vocablos pasaban de las fichas de papel, escritas a mano, a una máquina de escribir y el pequeño diccionario se convirtió en uno único en su tipo ya que era de definiciones, sinónimos, antónimos, expresiones y familias de palabras, con el añadido de que fue la primera en ordenar la Ll en la L y la Ch en la C, como después haría la RAE, e integró palabras que la Academia aún no admitía, además de agregar gramática y sintaxis con ejemplos. Es, en pocas palabras, un diccionario que cuestiona a la RAE.
El Diccionario de Uso del Español es único en su tipo y una empresa lexicógrafa inconmensurable que deterioró la salud de María Moliner pues, en 1973 aparecieron los primeros síntomas de la arteriosclerosis cerebral que la retiró paulatinamente de su actividad intelectual y la llevó a la muerte en 1981. La primera edición se publicó en 1966 – 1967 y la segunda en 1998, la cual constó de dos tomos, un CD-ROOM y una versión abreviada de un tomo.
Los tiempos de María Moliner fueron duros y aunque académicos posteriores han tratado de justificar que la RAE no la integrara a sus filas, hay quienes admiten que la misoginia, más que el hecho de no tener formación universitaria de filóloga, fue la verdadera causa de esa injusticia. Aunque María fue propuesta como miembro, fue el lingüista Emilio Alarcos Llorach quien entró en su lugar. A lo que la lexicógrafa dijo: “es una cosa indicada que un filólogo entre en la Academia, mi única obra es el diccionario, pero si fuera hombre se preguntarían ¿por qué ese hombre no está en la Academia?”
Un diccionario no necesariamente es para especialistas, también es para los curiosos y no porque el título diga “uso del español” se refiere al sentido más superficial de la expresión, sino que es una invitación a sus páginas.