[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: febrero 2022]
Su hermana y su cuñado lo llevaron en su automóvil; luego lo presentaron con los directivos del centro. Le pidieron no llevar tantos libros, porque en ese instituto tendría lo necesario para su desempeño.
Se encontraba triste, desilusionado y solo. Sentado en su silla, frente a una mesa como escritorio, repasaba con marcado interés las distintas ecuaciones básicas del álgebra aplicada. Se consideraba un maestro de matemáticas, muy sensible a la dificultad presentada por sus alumnos en el aprendizaje y comprensión de esta temida materia. Un viento suave de lucidez numérica entró por la ventana y le aclaró la memoria. A sus treinta y nueve años de edad, tenía bastante tiempo desocupado, sin obtener algún ingreso económico para el sostenimiento familiar en casa de su hermana, donde actualmente vivía. Continuamente, y desde estudiante, estaba ocupado en la resolución de problemas aritméticos y de cálculo geométrico. Apasionado, se olvidaba o dejaba pasar la hora de comer sin tomar en cuenta su salud.
Las pilas de libros en su habitación muchas veces le sirvieron de almohada cuando, en sus noches de desvelo y estudio, lo vencía el exigente sueño; pero esa mañana su hermana le informó: por fin lo habían aceptado en una institución donde podía trabajar como profesor con un grupo de alumnos, donde podría sembrar el conocimiento y práctica de las ciencias exactas. Rápidamente empacó en su maletín los pocos cuadernos y libros necesarios para ir a encontrarse con lo que siempre había soñado.
Al llegar, lo recibieron muy cordialmente y le tomaron sus datos para proporcionarle, finalmente, la credencial que lo acreditaba como un miembro más de esa prestigiada comunidad. Él, impaciente, insistía en que lo llevaran a conocer su salón de clases y a sus alumnos. Era media tarde; solo le invitaron a conocer los soleados jardines. Se trataba de un campus universitario muy grande. Observó a varias personas en pequeños grupos, algunos leyendo a la sombra de los árboles o ejercitándose sobre el césped.
Al despertar la mañana, se había adelantado impaciente. Esperó en el comedor la llamada a clase y, después de un pequeño y liviano desayuno, se dirigió al exterior en donde lo esperaban dos personas en la puerta de aquella aula.
—Buenos días, ¿ya están todos mis alumnos adentro?
Los dos asistentes se miraron y respondieron inmediatamente: “Sí, maestro. A veces algunos alumnos se salen sin permiso, tiene que estar muy atento”. Luego, se sonrieron entre ellos. También, le indicaron que proporcionara el refrigerio acostumbrado a todos sus alumnos antes de empezar la clase, y le dejaron las porciones para su ordenada distribución a cada uno de sus pupilos. Era una dieta vegetariana y muy bien balanceada, con abundantes frutas y verduras. Agradeció y tomó el contenedor, para empezar su clase de matemáticas avanzadas, con una gran cantidad de alumnos universitarios hambrientos y atentos, con sus orejas puestas como radares en espera de los dos conceptos: la comida y la atención a su nuevo maestro.
—Buenos días, queridos alumnos —saludó con educación a toda la clase.
Inmediatamente, todos se abalanzaron sobre él y, sorprendido por aquel recibimiento tan efusivo y caluroso, les dio a cada uno de ellos sus respectivas porciones de alimentos, pidiéndoles, por favor, ocupar ordenadamente sus respectivos pupitres. Frente a todos, se presentó formalmente: “Mi nombre es Eduardo. En confianza me pueden llamar Lalo. Soy su nuevo maestro de matemáticas”. Se acomodó sus gafas para seguir con la lectura del reglamento, proporcionado por la dirección del centro. Muy serio, se aclaró la garganta y se dirigió a sus alumnos:
—Voy a informarles textual y puntualmente lo que acota este reglamento. —Algunos de sus alumnos todavía seguían ocupados en mordisquear los trozos de frutas reservados para postre, sin dejar de ver atentos al nuevo maestro—. Dentro de este reglamento —continuó leyendo— se contempla el cumplimiento total de asistencias. Cuando exista una causa mayor, deberán traer un justificante médico.
Iba a continuar cuando, en un movimiento rápido, uno de los alumnos saltó de un pupitre a otro con una agilidad sorprendente. El maestro Lalo lo miró fijamente, fue hasta él y lo reprimió blandiendo en sus manos una regla de dura madera:”¿Puede usted comportarse con la disciplina requerida en esta clase?”. Luego regresó a su escritorio.
—Las matemáticas —continuó hablando— siempre han sido la base científica del progreso humano —recitaba como sacerdote en el púlpito del templo.
Era tanta su seriedad y su carácter de maestro en la materia que con aquella retórica tenía nuevamente muy atentos a todos los alumnos en su singular clase. Pero uno de ellos, con abrigo blanco y lentes rojos, al ver la puerta abierta intentó salir corriendo. Un enérgico y fuerte grito del profesor lo detuvo y lo hizo regresar a su lugar tímidamente. El maestro dejó sus redondos lentes sobre el improvisado escritorio y tomó nuevamente la temida regla de madera para ir directamente con el frustrado escapista. Esperaba una respuesta, pero no la hubo. Eran unos alumnos muy serios, casi no hablaban, solo de vez en cuando algunos silbidos o ruidos para comunicarse y ciertos gestos faciales manipulando sus narices. Eran claves que solo ellos entendían.
—Si necesita visitar el sanitario por alguna inesperada urgencia, solo levante la mano y diga “maestro, me permite salir para ir al baño”, y con gusto le autorizo para que salga, pidiéndole que regrese inmediatamente después de haber terminado con sus necesidades fisiológicas. ¿Quedó entendido?
Todos se quedaron muy serios y el maestro continuó con su cátedra. ¿Pueden ustedes imaginar a este hombre de ciencia a su edad, dando una clase a tan singulares pupilos?
Su hermana lo visitaba ahora menos que antes para ver cómo estaba. Me comentó que, veía en él la felicidad de estar en ese ambiente escolar desempeñándose como profesor, pero se preocupaba bastante por que algún día, cuando lo jubilaran de esa tarea frente al grupo de los chicos amarillos y blancos, su mente lo podría traicionar y le mostrara la cruda realidad inconveniente para su salud mental.
Ella se entrevistó con los directivos del centro hospitalario y le comentaron que todo su tratamiento iba muy bien. Su enfermedad, con esa terapia y con sus medicamentos, estaría totalmente controlada. La felicidad, alegría y compromiso cuando estaba frente a sus alumnos, los conejos, era mejor que su anterior estado de miedo, tristeza y soledad.
Me comentó entonces: “Es preferible ver a mi hermano ocupado y feliz, desempeñándose como docente en su mundo imaginario dentro del sanatorio a tener un ser frustrado, encerrado en su casa”… A un loco, como decía la gente, por haber estudiado tanto.