Narrativa para principiantes | Un cuento de pesadilla, por Iván de Jesús Castillo

[Texto resultado del Taller de Narrativa para Principiantes: febrero 2022]

No había luz en casa. Liz y María se encontraban en sus habitaciones, rezando para que eso no se volviera a asomar desde el armario, pues ya había pasado hace tiempo. Había miedo y a la vez odio, porque no querían volver a pasar por el evento traumático que, para ellas, fue lo más real. Su madre les dijo que no les creía, debía fingir valor, debía fingir valor… en el fondo les creía.   

La noche estaba fría. No había luz en casa. La señora Eva, madre de dos niñas, estaba ocupada en la pequeña cocina buscando unas veladoras. Lo había logrado: encontró sus veladoras de vaso; ahora faltaba encenderlas. Encontró un encendedor, las encendió. Se dispuso a poner una a mitad de la cocina para poder ver dentro de ella; las otras las tenía que repartir de manera precisa dentro de la casa para que quedara parcialmente iluminada. El frío llegaba desde el exterior, donde la luna era comida para las nubes. Las veladoras comenzaron a realizar su tarea. La casa estaba a medio iluminar. Era un alivio pequeño, pero servía de algo.

Las hermanas decidieron acostarse, se cobijaron bien y se abrazaron. Tenían miedo. Sabían que no faltaba mucho para que “eso” comenzara a hacerles travesuras. El estar debajo de las cobijas les daba valor a ambas, quizá porque la cobija es una herramienta ahuyenta monstruos y fantasmas. Al final se quedaron dormidas.

Eva se sentó en la mesa del comedor. Estaba aterrada: había visto entrar a alguien o algo al cuarto de sus hijas. Si gritaba les iba a espantar y ellas se aterrorizarían y comenzaría una verdadera pesadilla. “Dios mío… ayúdame, por favor”, susurró. Debía confrontar a aquello y tenía que hacerlo sin temor ni duda. Todo era posible. Estaba lista para ir y enfrentar sus miedos.

Entró al pequeño cuarto, estaba temblando del horrible frío que hacía allí adentro. Las pequeñas se encontraban cobijadas con una pequeña cobija rosa que su abuela, madre de Eva, les había regalado en un día especial. “Quizá estén dormidas”, pensó. Lo importante era que las dos pequeñitas se encontraban juntas. Se alivió.

Sintió que alguien le respiraba cerca de la oreja izquierda. Le llegaba un olor horrible, a podrido. La espalda se le congeló y sintió cómo el escalofrío le pasaba por toda la espina. En ese momento, el tiempo se detuvo y la necesidad de gritar era tan grande que decidió apretarse las manos, consiguiendo cortarse con el filo de sus uñas largas. Sabía que tenía poco tiempo para poder reaccionar; decidió calmarse y esperar.

Eva se volteó para confrontar a la criatura, lista para lanzarle un golpe y defender a sus pequeñas. Se dio la vuelta y estaba allí ese monstruo amorfo; de él se expulsaba un olor nauseabundo y estaba listo para comer. Nunca pensó verlo tan de cerca, y era obvio que hoy esa criatura venía con otros planes distintos a la última vez. Entonces aquello dio brincó hacia las niñas y les quitó la cobija; comenzaron a gritar. La horrible sensación de ver a sus hijas indefensas hizo que su valentía cobrara mayor fuerza: sacó el encendedor de su bolsillo y tomó del tocador una botella de alcohol. Se lo aventó antes de que lastimara a sus hijas y le prendió fuego.

El monstruo aulló del dolor. El sudor bajó por su frente: había poco tiempo para salir y ponerse a salvo. Sus hijas se salieron del cuarto y ella las siguió. Ese aullido de dolor hizo que sus oídos les dolieran. De repente, Eva fue capturada por la bestia, forzándola a regresar y estar de nuevo en el cuarto. Ese fue su fin… el monstruo la tomó y le arrancó la cabeza, salpicando el cuarto de sangre.

Entre sollozos, se despertó. Se tocó la cabeza, miró a su alrededor y la noche estaba apacible. No había nada que temer. Su marido dormía. Sintió alivio, porque sus pesadillas suelen ser experiencias muy desgarradoras —por suerte en esta ocasión no había gritado—. Todo había terminado, pero ya no sería fácil volver a dormir. Eso le quita el sueño a cualquiera. Se levantó hacia la cocina, agarró un vaso de vidrio y se sirvió un poco de agua. Se sentó en una silla del comedor, mirando una imagen de Jesucristo. Comenzó a rezar. Sintió su encendedor en el bolsillo… de un salto, asustada, corrió al cuarto de sus dos hijas.

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