Cuento | 14 Rojo, por Alicia Carrera

El peculiar aroma de oxígeno, al entrar al lobby del hotel, me inyectó un júbilo que ni siquiera las cubas de Bacardí blanco me daban. “Olvídalo”, me dije, “estás con las personas que más quieres en el mundo y quién sabe cuándo se vuelva a dar esta oportunidad, así que déjalo pasar, Valentina. Además el que busca encuentra y no es momento de andar encontrando nada”. 

El bullicio del casino se acompañó del ruido de una sirena y los gritos eufóricos de una mujer. La estampida de monedas, al caer sobre el metal, convertía aquel lobby en un hervidero de sonidos. Fui a checar dónde estaba exactamente la máquina ganadora, para no sentarme en ella. Jamás repiten. Chuy me preguntó si nos quedaríamos a apostar de una vez, me quedé callada.    

No era hora de hacer el check in, así que mi papá nos dijo que él iba a tomar una copa al sports bar mientras tanto. Mis cuñadas y hermanos, en lo que nos asignaban los cuartos, prefirieron ir a dar vueltas a las tiendas que adornaban los corredores de la planta baja del hotel. Una cosa es segura en Las Vegas: si no pierdes tu dinero en las mesas, lo harás ahí.

Yo decidí, sin consultarle a Chuy, ir de inmediato a la ruleta, para aplicar mi método ganador: apostarle siempre en seco a mi número favorito en la primera mesa con la que mis ojos se toparan. A mi lado derecho, había un elegante señor. Despedía un dulce olor a pipa, incienso y sake. No hablaba, tenía toda su atención en los números. Le hacía señas a la croupier para que colocara por él las fichas en los lugares que no alcanzaba. Casi cubrió la mesa con fichas negras. Yo puse las cinco fichas rojas, que acababa de canjear en el quiosco de cambio, sobre mi número.

—No, Pollita, no le apuestes todo a uno, es imposible que ganes. Mira al japonés cómo le apuesta a muchos y las probabilidades suben, para eso mejor ponle al negro o al rojo, ganas menos, pero es más seguro que caiga.

Sin preguntarme, tomó una de mis fichas y la pasó al rectángulo de la apuesta al rojo. Se escuchó la voz de la croupier decir “no más apuestas”. Pasaba su mano sobre la mesa de felpa verde, con suavidad. Yo observé al japonés apresurarse para poner un seco sobre mi número.

Se escuchó el salto de la bolita. Cerré los ojos. El ruido de la ruleta se parecía al del carrete de una película que, como cámara rápida, me revelaba los últimos tres días. Pude sentir la mirada de Chuy.  

***

—¡No es justo! ¿¡Por qué mis hermanos sí pueden invitar a sus novias y Chuy no puede venir!? 

Me paré de la mesa, muy enojada. Era la primera vez que quería invitar a un novio a un viaje, en lugar de a una amiga y parecía que, por ser mujer, no tenía derecho a hacerlo. Chuy podría dormir en el cuarto con mis hermanos, como lo hacían sus novias conmigo. “Simplemente no es justo”, pensé.

Unos suaves toquidos llamaron minutos después a la puerta que acababa de azotar.

Era mi padre.

—Te propongo algo —me dijo—, que Chuy llegue a Las Vegas, pero a San Francisco te pido que no.

—¿Pero por qué no?

—Por favor.

Seguí pensando que no era justo, pero accedí; la mitad del viaje con Chuy era mejor que ninguna.

El aroma de aquel hombre japonés me trajo del recuerdo. La ruleta estaba lejos de detenerse.

***

La bahía de San Francisco lucía estupenda desde aquel bar en el último piso del hotel Mark Hopkins. Sin embargo, a mí ya me urgía irme al cuarto y que fuera mañana.

—No lo puedo creer —dijo Alejandro, mi hermano el de en medio— ¿desde cuándo te vas a acostar como Cenicienta? Ni me digas, ya sé, desde que andas con Chuy  ―concluyó mientras echaba los ojos hacia arriba.

—Nada más no le vayas a llamar, por amor de Dios, ya mañana lo vas a ver, no seas intensa —dijo con cierta autoridad Mena, la novia de Paco, mi hermano mayor.

Yo los presenté. Pero que fuera mi mejor amiga, y ahora cuñada, no le daba derecho a decirme qué hacer con mi relación. Me apresuré para adelantarme al cuarto: el bar cerraría pronto y sólo tenía menos de una hora para poder platicar a solas con Chuy; después de ese tiempo, bajarían mis cuñadas.

La familia de Chuy se había ido de vacaciones, por lo que él estaba solo en su casa; aunque fuera tardísimo en México, podía marcarle sin problema. Seguramente ya estaría dormido, pues al día siguiente tomaba el vuelo temprano para alcanzarme en Las Vegas. “Pero qué importa”, pensé, “sólo quiero decirle que muero por verlo”. 

Nadie contestaba. Tal vez había marcado mal la lada internacional, o quizás ya estaba dormido profundamente. Colgué y volví a marcar. Esta vez me contestó una voz de mujer. Volví a pensar que algo estaba haciendo mal.

—¿Quién habla?—pregunté confusa: Chuy no tenía hermanas.

—¿Pues con quién quieres hablar?—respondió la voz.

—Con Chuy—insistí.

Risas y murmullos del otro lado del auricular retumbaron en mi oído. Mi corazón latía con fuerza y mis manos sudaban. 

Una voz masculina tomó la bocina. Era Óscar, su mejor amigo. 

—¡Quiero hablar con Chuy, Óscar! ¿¡Qué haces ahí!? ¿¡Quién me contestó!?

—Es que Chuy salió un momento aquí a la vuelta —respondió nervioso.

Después de una pequeña pausa, añadió que había ido por hielo. Esa fue toda la explicación. No sé qué me enojó más, si el cuchicheo de aquellas mujeres, que se escuchaba al fondo, o el descaro torpe de Óscar. 

—¡Dile a Chuy que no lo quiero ver aquí, que no se le vaya a ocurrir llegar mañana! Es en serio, Óscar.

Apenas azoté el teléfono, me solté a llorar arrepentida. ¿Por qué dije eso último? ¿De verdad ya no deseaba verlo?  Trataba de encontrar alguna justificación a lo que acababa de suceder, debía haberla.

En ese instante, la chapa electrónica de la puerta sonó. Temí que Mena y mis otras dos cuñadas se dieran cuenta; bueno tal vez ellas no, pero a Mena no podía mentirle: me conocía a la perfección. Aun así, no quería que se enterara. Ni ella ni nadie. Pero era tarde: mis hermanos venían atrás de ellas para seguir el copeo en el cuarto. Así que ahora todos, menos mi papá, estarían al tanto de la situación.

Mis hermanos, como si ya estuviéramos en Las Vegas, comenzaron a hacer apuestas: si Chuy iba a llegar descaradamente o no. Si lo haría al día siguiente o cuándo. Una de mis cuñadas, incluso, dijo que era una regla inquebrantable: afortunada en el juego, desafortunada en el amor. Lo último que alcancé a escuchar, antes de perderme en mis propias apuestas mentales, fue a Mena decir que una cosa era que Chuy les cayera mal, pero otra muy distinta que se comportara como un descaradazo. “No creo que venga”, remató, “Valentina ya le mandó a decir claramente lo que piensa”. Qué equivocada estaba. Escuché con claridad cómo la ruleta giraba cada vez más lento. Chuy me decía que seguramente ganaríamos, yo no respondí.

***

—¡Pollitaaaaaaaaa!

Al abrirse las puertas corredizas del aeropuerto, que daban hacia la salida, lo primero que vi fue a Chuy parado con su maleta. Su vuelo de México a Las Vegas había llegado media hora antes que el nuestro. No logro acordarme, a ciencia cierta, qué sentí al oírlo, quizá una mezcla entre coraje y alegría. Lo que sí recuerdo es que el apodo que me puso por lo flaco de mis piernas, y que me gustaba tanto, me cayó en ese momento muy mal. Rápido volteé a ver qué cara ponían Mena y mis hermanos, luego busqué la de mi papá, en quien reconocí su característico movimiento de mandíbula cuando algo o alguien le molestaba. No quiero ni imaginarme qué hubiera hecho de enterarse de lo que oí en aquella llamada telefónica, así que pensé que lo mejor era disimular. Saludé a Chuy como si nada. Ya tendría tiempo de reclamarle y averiguar bien qué había pasado la noche anterior.

El rotar de la ruleta cesó. Se desataron aplausos y felicitaciones. Abrí los ojos. La bolita descansaba sobre el 14 rojo.

—¡Pollitaaaaa, ganamos!

Chuy tomó sus dos fichas ganadoras para metérselas en el bolsillo del pantalón. Yo me acerqué las mías, eran muchas, ahora más verdes que rojas. Me dijo que nos fuéramos a otro lado, pero le respondí que era imposible: no podía romper mi método de jamás abandonar una racha ganadora. Nunca olvidaré la delicada reverencia que me hizo el japonés al abandonar la mesa para, después, dirigirle a Chuy una mirada de desprecio.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí en la mesa de la ruleta, ni siquiera noté cuando Chuy se separó de mi lado. Lo único que me hizo reaccionar fue sentir unas manos en la espalda.

—¡No inventes, qué onda con tu suerte! ―Mena me miraba sorprendida― ¡Síguele! Solo vine a avisarte que tu papá ya se subió al cuarto, pero que nos vemos todos para cenar en el sushi del Caesars a las ocho y media en punto.

Asentí sin comprender bien lo que había dicho. Busqué a mi alrededor.

—¿No has visto a Chuy por ahí para avisarle?

Aproveché que le estaba dando la espalda y no podía ver mis ojos. Sin embargo, sí podía escuchar mi voz. Me conocía mejor que nadie. 

—¿Dónde andará tu novio ahora? —preguntó con sarcasmo mientras me daba unas palmaditas en los hombros. Me negué a darle la cara y fingí concentrarme en el juego.

—Ojalá ya empezaras a perder ―agregó antes de irse.

***

Chuy seguía sin aparecer. Yo no podía ir a buscarlo sin tener que romper mi método. Aunque, al final, tuve que hacerlo: faltaba menos de una hora para la cena.

Guardé mis fichas, casi todas negras, y fui a recorrer el gigantesco hotel y sus interminables estancias de alfombras rojas y amarillas iluminadas por candelabros de vidrio. La música de un piano me hizo descubrir un pequeño bar que jamás había visto, escondido en el rincón de un pasillo donde se conectaban dos grandes estancias con máquinas tragamonedas. Pensé que era ridículo asomarme, pero aun así lo hice. En la entrada colgaba una enorme foto de Humprey Bogart, con sus característicos sombrero y gabardina. Su mirada parecía advertirme que no lo hiciera.

Debí hacerle caso. Ahí estaba Chuy, sentado frente a la barra, bebiendo al lado de una mujer. Al verme, se quiso poner de pie y tiró el banco de al lado; en ningún momento soltó el vaso. Recuerdo que me di la vuelta y, sin saber a dónde dirigirme o qué hacer, fui hacia la salida.

—¡Vale, Valentina! ¡Espera! ¡Espérate caray! ¡Polliiiiitaaa!

Su voz parecía barrerse.

―¡Pregúntame… pregúntame quién era!

Al escuchar eso, frené de golpe. ¿Le estaba armando una escena por nada, por un trago con una conocida con la que se había encontrado allí, en Las Vegas, en nuestras primeras vacaciones juntos? Sentí vergüenza.  Después de todo, él sólo estaba esperando a que yo terminara de apostar.

—¡Pregúntame quién era! ―repitió.

Lo miré fijamente.  No estaba segura de si se refería al incidente del día anterior, del que aún no habíamos hablado, o a lo que estaba sucediendo en ese momento, ahí en el bar, bajo la mirada de Humprey Bogart.  

—¿Quién era, Chuy?

Se quedó en silencio. Puso la mirada en el vaso que sostenía en la mano, luego buscó mis ojos.

—No sé —balbuceó después de unos segundos.

No dije nada, pero por primera vez me percaté de lo irregular y áspera que era su piel. En cada mejilla tenía marcas sumamente visibles, muescas como las de las caras de los dados. Volteé el rostro y cerré los ojos. A pesar de todo, tuve tiempo de pensar que, al día siguiente, debería apostar, precisamente, en los dados.

Chuy, un poco tambaleante, seguía buscándome la mirada, pero ya no podía verlo: era como si ahora fuéramos dos extraños. Me pregunté, por un momento, quién era. ¿Sería buena idea apostar en los dados? Tal vez perdiera, era imposible saberlo.

Pero no estaría mal.


Alicia Carrera. Ciudad de México, 1969. Licenciada en Historia del Arte y maestra en Educación. Autora de libros de texto para la materia de Artes Visuales para los tres grados de secundaria.

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