Clavó los garfios de sus gibosas garras en la madera semi podrida al pie de las primeras butacas. Puntudas astillas saltaron acompañadas de un leve estrépito. Se oyó una voz del otro lado del corredor. La criatura gimió su miedo; el gemido también fue oído. Entre alaridos, la otra criatura pateaba la puerta y avanzaba en dirección a la sala.
El ser más pequeño tembló de cuerpo entero. De a pasitos cortos y nerviosos procuró ir alejándose al amparo de la estela de flecos de la primera fila de aientos, en busca de un espacio abierto donde ubicar alguna salida. La oscuridad era completa, pero ella era capaz de ver perfectamente al auxilio del menor haz furtivo de luz que se filtraba por cualquier hendidura de los techos.
El otro ser era un macho bípedo. Usaba algo para iluminarse: una especie de antorcha que balanceaba de un lado al otro, mientras andaba de a zancadas, profiriendo gruñidos. Ella seguía aterrada. No podía alzar vuelo si primeramente no atisbaba una salida; un hueco mínimo. Era una inútil para andar a gatas. Sólo podía arrastrarse, mantenerse oculta hasta la primera oportunidad de salir.
Si el otro la pillaba, le arrojaría sobre el espinazo algo que la descoyuntaría de un solo golpe. Ya lo había visto a ese monstruo asesinar a sus hermanos y hermanas. Era fuerte, y brutal; les arrojaba palos o piedras cada vez que podía. Se diría que vivía para matar criaturas que, al igual que ella, buscaban refugio donde pasar el día.
Maldijo su propia temeridad al volver a aquel sitio. A esa enorme cueva llena de felpas y adornos, de asientos y doseles y telas sedosas y raídas. El asesino no venía todas las noches, pero esta vez la suerte le había fallado y tuvo que hacer ruido sin querer en esas quebradizas maderas donde el monstruo solía estar durmiendo casi siempre, a veces lo despertaban los ruidos. Afuera estaba lleno de graznidos, gorjeos y cosas así, pero era más común que durmiera. Se oían sus hondos ronquidos, sus toses tremebundas, pero, cuando despertaba, era mejor no estar cerca.
Emergía de su propia cueva, más allá de los corredores, haciendo tronar esa puerta y andando a los tumbos, profiriendo gruñidos horribles, encegueciendo con su antorcha a las criaturas de la noche que buscaban refugio entre las ruinas de sus aposentos. Una vez lo había visto de cerca, estando agazapada bajo otra estela desflecada. El monstruo había caído, yacía desmayado a centímetros de distancia. Tenía los ojos cerrados y rugosos en una misma jeta rugosa y simiesca. Por su boca abierta y desdentada escapaba un efluvio del líquido con que esa bestia alimentaba su furia. La vez anterior pudo verlo avanzar y caer, entonces su antorcha rodaba por sucios alfombrados, y el monstruo se apresuraba a recogerla. Si de su garra libre caía la botella con el líquido que lo alimentaba, la pateaba con una de sus patas y la botella rodaba escupiendo goterones hasta el pie de alguna butaca.
¿Por qué era tan celoso de aquel templo? ¿Sería su Dios? De serlo, era por cierto una deidad tan brutal como solitaria. De seguro era su guardián, y nada más. Como guardián sí era celoso. Las criaturas de la noche aprendían a burlarlo en sus horas de sueño, y campeaban a sus anchas por cada recodo de aquel santuario.
Vaya sitio. Con sus gradas vacías, quien sabe para qué fieles hoy ausentes, llenas de asientos que descendían hasta el espacio abierto donde flameaban débilmente polvorientos telones, que ocultaban entre jirones el curioso recinto, atravesado por tenues claridades, donde pudo ver al monstruo una vez, encorvado como era, recitando una gangosa letanía a la escasa luz que se filtraba por las grietas de un techo vencido por mil tormentas.
Odiaba al monstruo, y le temía. Igual que muchas otras criaturas. El templo era buen refugio en los días lluviosos. Las butacas desgarradas eran madrigueras perfectas para tantos roedores; las mansardas desconchadas arriba, nidos para aves silvestres…rincones oscuros prohijaban pacientes telarañas que guardaban el reposo de migalas y otras tantas criaturas ávidas de insectos.
Recordarlo le dio hambre. No se había alimentado últimamente y ahora lo sentía. Por entre los flecos divisó una vibrante silueta. Un trasnochado moscardón revoloteaba por encima del palco. Intempestivamente la pequeña criatura se lanzó en un corto vuelo hacia adelante y atrapó con su lengua al insecto, para devorarlo sobre el sitio donde antaño otras criaturas declamaban actos incomprensibles.
La osadía tuvo fatales consecuencias. Vio el rostro rojo y furioso girando en su dirección y languideció de terror. El monstruo dejó caer la antorcha; arrancando de una pared desharrapada un madero, se abalanzó hacia ella. Como ángel nocturno que era, extendió sus membranosas alas y ensayó una huida rápida hacia los altos del escenario; allí donde tramoyas desdibujaban sogas, poleas y rollos de apretados telones. Pese a sus mismas trepidaciones, el monstruo se las apañó para trepar de un salto el escenario y, entre bestiales gruñidos, blandir el aire con su madero a milímetros del presuroso vuelo.
La pequeña criatura, ágil como la muerte, pero desorientada, atinó a guarecerse en una de las gargantas de la techumbre, una franja de ventiluces de vidrios oscurecidos y rotos. Espantó algunas torcazas adormiladas que escaparon por los huecos batiendo ruidosamente sus alas, enfureciendo aún más al bruto que gruñía y seguía cortando el aire con el chapucero garrote, en un grotesco ataque a la nada.
Tras las aves, el murciélago vislumbró una abertura estrellada en la bóveda del escenario y huyó hacia el día, dejando en el antiguo teatro el aplauso de sus aleteos.
Resignado, el viejo acomodador bajó del tablado, recogió su linterna y retornó a su cuarto, a beber hasta dormirse, como solía hacerlo desde la clausura de aquel olvidado teatro.

Vìctor Lowenstein ha publicado seis libros: “Malamuerte y sus historia”, “Taratología de los espejos”, “Paternóster”, “Artaud, el anarquista metafísico”, “Simetrías imposibles” y “Veo cosas muy raras”. Posee reconocimientos y menciones de honor de la Sociedad Argentina de Escritores filial zona norte de la Asociación Siciliana de Buenos Aires (ASBAN), de la Feria del Libro de San Isidro 2015, y de las editoriales Tahiel, Croupier y Letras del Sur. Acaba de terminar su primera novela, titulada “El bibliotecario”.