Malgré tout | La necesidad de huir

La sociedad ha impuesto ideales de todo tipo. Constantemente nos debatimos entre el deber ser y lo que realmente queremos hacer y decir; terrible tensión entre la interioridad y los buenos modales. Dentro de los ideales, se supone que la familia es el valor más alto, por ende, uno debe procurar tener una familia funcional, amorosa y en la que todos los miembros se apoyan y valoran. Las carencias emocionales, sobre todo, se reflejarán en la personalidad.

El arte se alimenta de la vida y viceversa, por eso, que este año se le diera el Nobel de Literatura a una escritora cuya obra es una apuesta por la autoficción no debería extrañarnos ni escandalizar a los académicos. Por supuesto que la experimentación es válida, sin embargo, no propicia inmediatamente la empatía del lector, quizás ahí se genera la reticencia del lector afecto a las historias y formas convencionales. El espectro es amplísimo.

La naturaleza propia de la literatura permite que los escritores sean la voz de las minorías al poner en boca de sus personajes los pensamientos más profundos y reales de la gente común, amén de encarnar en ellos los valores más idealizados. Evidentemente es más común encontrar héroes que personas reales, por eso, escrituras como la de Laura Baeza (Campeche, 1988) resultan estremecedoras porque logran ir a lo más recóndito de las emociones del lector a través de la narración de una historia que por “común” pasa desapercibida.

Niebla ardiente (Alfaguara, 2021), novela con la que Laura Baeza, cuentista, editora y violinista, debuta como novelista es una versión moderna y femenina de la historia bíblica de Caín y Abel, claro, con variaciones y matices, pero también con sentimientos recrudecidos y expresados con naturalidad.

Esther es una joven traductora que, tras la desaparición de Irene, su hermana menor, decide irse a Barcelona tratando de empezar de nuevo y dejar atrás la pesada piedra de la culpa. La relación de las hermanas no es como la de cualquier otro par de hermanas porque Irene era esquizofrénica. La protagonista regresa a la infancia, el punto de partida de todos, para confirmar lo que ya sabía: el odio por su hermana empezó con el diagnóstico de su enfermedad mental. En cuanto el doctor Sierra dijo que Irene padecía esquizofrenia infantil, la vida de la familia Anderson se transformó: el padre pasó de ser una presencia intermitente a una ausencia definitiva cuando se divorcia de Rebeca, la madre, y se instala en Monterrey con su otra familia. Rebeca, como tantas madres mexicanas, se hace cargo de sus dos hijas y decide mudarse a la Ciudad de México para que Irene tenga un mejor tratamiento psiquiátrico. Esther, como hermana mayor, asume el compromiso de hacerse cargo del cuidado de su hermana en la escuela y en casa, en todo momento, incluso al dormir, pues Irene solía tener pesadillas y tenía que tranquilizarla. Irene sólo existe.

El padre, fantasma como la mayoría de los padres mexicanos desde Pedro Páramo, prefiere la libertad que para él representa la carretera (vende autos que lleva a Martínez de la Torre de la Frontera) que ser padre y esposo. Ni cuerpo ni voz, sólo fue parte del origen. Rebeca, por su parte, es una madre que trabaja, desde que estaba casada, porque “el dinero no alcanza” aunque el negocio de la venta de coches vaya bien, por supuesto que ejerce su maternidad, aunque con la dificultad que representa el trabajo. El peso de la esquizofrenia de Irene y el divorcio de los padres cae directamente sobre Esther: “su mundo no podía girar en torno a sí misma, ella estaba ahí para hacerse cargo de alguien más”, es la sensación que tiene en plena transición de la infancia a la adolescencia, edad ya de por sí complicada. La esquizofrenia de Irene es una bola de nieve que termina por aplastarla.

En el municipio veracruzano de Martínez de la Torre Esther, Irene y Rebeca estaban envueltas en la niebla fría que hacía añorar a Rebeca la niebla cálida de su lugar de origen. Otro elemento importante es el río que pasa por su casa. Un río es agua corriente, cambio constante como dijo Heráclito, agua que se está yendo siempre y no vuelve. Los lagos, preferidos por Irene, son depósitos de agua, sinónimo de quietud. Esther, por su parte, prefiere el mar, enorme y profundo, como su sentimiento de culpabilidad. Las tres mujeres están inmersas en distintas formas de agua, mas no derraman caudales de lágrimas; el elemento acuático es exterior, las circunda. La niebla las encierre conjuntamente y también por separado: juntas están dentro de una familia fantasma; Rebeca está en la niebla de la maternidad de una hija esquizofrénica; Esther, primero en la responsabilidad de su hermana y después en la culpabilidad de aborrecerla por no tener una vida propia: “Creía que Irene era mi propia enfermedad”. Irene está envuelta en la esquizofrenia, pero también en una familia que se preocupa demasiado por ella y en esa exageración la sobreprotegieron y terminaron por asfixiarla.

Toda agua sometida a presión se evapora buscando una salida; la puerta de salida de Irene fue el amor, uno que a primera vista parecía nocivo. La protección de Esther incluía alejarla de las relaciones sentimentales por considerarla incapaz de establecer una aunado a que nadie querría cargar con una enferma mental dependiente de los demás. Todo lo que Irene anhelaba era una vida normal, sin cambios de ánimo, con independencia, quería ser capaz de entender su entorno, lo que leía, apasionarse por algo como lo hizo de la danza. Irene lucha contra su condición y contra Esther, que quizá sin darse cuenta empieza a ahogarla con sus cuidados. Esther a su vez se hace dependiente de Irene, se acostumbró a pasar la vida con ella tomada de su brazo, guiándola. La situación llega a un punto máximo en el que la frustración y el odio, detonados por una crisis de Irene, llevan a Esther a materializar esta asfixia cuando trata de ahogar a su hermana con una almohada para que dejara de llorar y gritar, para callarla, para desaparecerla, para sacarla de su mundo, pues ni siquiera construyéndose un mundo intelectual, al que estaba segura que ella no accedería por su déficit, logró dejarla fuera de su entorno; le llevaba libros adecuados a su razonamiento y le traducía poemas que creía que le gustarían.

Esther no pudo cercenarse el brazo llamado Irene, pero el hecho de haberlo intentado se adhiere a su conciencia. Si bien, Irene no vuelve a mencionar el suceso, la perdona en silencio, quizás y a pesar de que la propia Esther lo creyera imposible, comprendiendo su difícil situación fraterna. Caín mata a su hermano Abel. Esther no lo consigue, pero además de tener una carga en la conciencia, queda marcada por el accidente que le lastima una pierna y los dolores causados por el frío no la dejarán olvidar que lo sufrió al día siguiente de la desaparición de Irene.

Irene no desaparece, escapa de la clínica para unirse a Ignacio, su gran amor y mientras están juntos, disfruta esa anhelada felicidad colmada con la llegada de su hijo. Esos pocos años vive feliz frente a un lago cerca de las nubes, como soñó y como escribía en sus diarios. Empero, los años felices de Irene son un calvario para Esther, pues su conciencia va con ella a todos lados, aunque huya al otro lado del mundo donde nada pueda recordarle a su hermana ni su vida anterior.

“Estaba harta de tener que ajustarme a las decisiones que se tomaban pensando en mi hermana y no poder decir nunca no quiero, no tengo ganas, déjenme en paz, porque todo lo importante dependía de su bienestar”, admite Esther. Sincerarse consigo misma no la alivia porque el pasado no puede cambiarse, no obstante, la hace una mujer valiente capaz de enfrentarse a su gran sentimiento de culpa por haber querido tener una vida propia, una hermana sana que no dependiera de ella.

Mientras algunos romantizan el cuidado de los enfermos y la religión cristiana lo ennoblece a razón de que cuidar a un enfermo equivale a servir a Jesús, Laura Baeza relata la crudeza de los sentimientos negativos que se detonan en el cuidador. La novela es estremecedora ya que, a pesar de lo negado, todos hemos sido egoístas mientras cuidamos de alguien.

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