Fragmentarios | Sombras y loratadina, por Rodrigo Mora

A la memoria del doctor inglés John Bostock

 

Poco antes de diciembre empezaron a abrir las calles cerca de casa, dijeron que cambiarían el tubo del agua, pero cualquier justificación habría sido válida. Lo mismo habría dado que empezaran a sembrar margaritas o a enterrar tesoros, porque cuando abrieron las calles con esas máquinas, dejaron de ser nuestras calles, el polvo hizo que todo adquiriera unos tonos sepia: la colonia ya era una vieja fotografía y yo una fábrica de estornudos.

Cambié mis formas de interacción y caminar la colonia: las calles cerradas inventaron caminos alternativos que jamás pensé transitar, a saludar vecinos fantasma, mis pies se tuvieron que acostumbrar a la tierra y mis ojos a ese color amarillento, tuve que aprehender la ficción del color y las sensaciones del nuevo mundo real. Pero las sombras (quizá los trabajadores encontraron las raíces de las tinieblas cuando escarbaron), las sombras de antes del mediodía, se hicieron más oscuras. El fondo sepia les favoreció: las hizo ver más grandes, más sólidas, como si se pudiera construir algo en medio de ellas, como si te pudieran hablar y contarte los secretos de aquella tierra antigua y amarillenta, como si les pudiera pedir perdón por su lugar en el mundo y ellas se desquitaran con la comezón en la garganta y en la nariz, y la hinchazón en el ojo derecho.

Todas las mañanas salgo con la nariz tapada y mi estómago lleno de loratadina para ver las sombras de los objetos porque quizá nunca vuelvan a estar tan vivas. Estoy seguro de que el color negro también puede brillar en el trópico. La loratadina hace efecto y me destapa la nariz y me produce un olfato sintético y medicado. Observo las sombras porque envidio su capacidad de estar siempre sanas, de no congestionarse, su capacidad de copiar los movimientos, las ideas y los juegos del mundo y siempre salir ilesas. La habilidad que tienen para desplazarse en los lugares más oscuros, para no mojarse, para no sentir calor, para emular el horror mas no sentirlo, para adaptarse perfectamente a la teoría de Darwin. Las sombras pueden hacerse más grandes con cierta inclinación de la luz y esconder su rostro en otra unidad de la misma sustancia. Por ello las sombras no pueden ser acumulativas, son más sujetos yuxtapuestos incoleccionables; contrariamente a los deseos: no se pueden desechar.

Lo que más envidio es la virtud de ser una pequeña porción de la noche a las dos de la tarde.

En algún momento desaparecerá este tono sepia y las sombras se atenuarán entre el chapopote negro. Sanará la cicatriz de la calle en unos meses. La colonia ya no será una vieja fotografía secándose al sol. Volveré a mi existencia sin loratadina y las sombras serán las mismas de antes, duplicadas en medio de dos lámparas, y a mi lado estará la misma vergüenza de ensayar el mundo y sus problemas.

¿Sabrán las sombras lo que son? ¿De qué somos sombras nosotros? ¿Bajo qué circunstancias nos volvemos más nítidos? ¿Quién nos observa con su nariz congestionada? ¿Quién se atreve a cambiar sus formas de interacción para experimentarnos de cerca? ¿Qué no estamos sintiendo?

 


Rodrigo Mora. (Ciudad de México, 1996) Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuentos en revistas como Rojo SienaPalabreríasLa liebre de fuego y La Rabia del Axolotl. Es lector de cómics y novelas gráficas. Hoy su canción favorita es “1979” de The Smashing Pumpkins.

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