Taller de cuento | Las cenizas de Benito, por Salvador León

Este lugar brinda a los hombres el poder de sacudir sus más enfermas fantasías. Sin embargo, estas líneas no están aquí postradas para hablarnos del deseo carnal, sino del deseo material que ha vuelto avaricioso al más recatado de los hombres.

Si bien el club nocturno La Pantera en primera instancia parece igual a cualquiera de ellos que se dedique a este negocio, con los vicios a flor de piel y los pecados ocultos en el anonimato del lugar, este demanda una sola cosa: total discreción para todos aquellos que deciden entrar.

No es como si hubiera planeado por completo trabajar aquí y mucho menos como meta de vida, como aquel infante al que en plena inocencia le hacen la fatídica y más sepulcral de las cuestiones: ¿qué quieres ser de grande? Doctor, abogado, arquitecto, futbolista, astronauta, presidente del país incluso… Todo es “válido” hasta cierto punto, aunque no es válido, para una criatura en plena etapa de su efímera y mal gastada infancia, ser atormentado por las imposiciones de los adultos que se apresuran a que crezcamos para no ser más ese lastre con el que parecen cargar algunos tutores para con sus hijos.

Pero bueno, La Pantera es el negocio de mi hermano —sí, así como lo lees, el negocio es de mi hermano—, quien, después de verme pasar de fracaso en fracaso con mis anteriores trabajos y por presión de nuestros padres —quienes siempre han predicado que la familia es lo más importante que pueda existir y siempre deberá servir para ayudarse unos a otros—, decidió “ayudarme” a su propio estilo: como el mesero del lugar. No me lo tomen a mal los que alguna vez se dedicaron o se dedican a esta grandiosa profesión, pero hay contras que demanda el puesto, como los clientes culeros y ventajosos. Yo tenía que cuidarlos después de los desastres que cometían, puesto que la ley suprema de mi hermano es: “Cuidados y vivos, si es que queremos seguir comiendo”.

Incluso ha habido antecesores que han tenido que asumir las consecuencias de algunos de ellos con tal de cubrir su imagen. Como el caso de una de las bailarinas que sufrió una sobredosis de coca, impuesta por uno de los clientes que decía “¡No te ves lo suficientemente divertida!”. Una de las meseras que estuvo trabajando antes que yo tuvo que echarse la culpa, pues le habían pedido deshacerse del cuerpo y, al ser descubierta, tuvo que asumir la culpa en el juicio por una cantidad de dinero prometida por el cliente para que su familia no padeciera hambre… Pero nunca les dieron un miserable peso partido por la mitad.

Otro antecesor mío tuvo que asumir la culpa en una riña que no inicio él, donde un grupo de clientes que se envalentonaron tras las copas encima, osaron campanearle los huevos al toro sin saber que es el mismo diablo que aniquila y tortura por placer. El primero de ellos tuvo la brillantísima idea de tirarle una cubeta de hielos donde iban las bebidas, justo a la cabeza del segundo, quien se encontraba sentado con su grupo de acompañantes en la mesa de a lado. Mi hermano los vio y decidió intervenir: sabía que pasaría algo terrible con ellos, pero, sobre todo, que destruirían su amado lugar, cosa totalmente impensable para él. Decidió aventarle la bolita a uno de los meseros que ni siquiera estaba cerca de las mesas, pero lo entregó como animal para el matadero: después de eso no se supo más de él, pero sí hubo una noticia de un cuerpo despellejado y quemado en ácido del rostro a las afueras de la ciudad, solo dejándolo con sus ropas casi deshechas pero palpables que le pertenecían a un mesero del lugar, por el simbólico chaleco rosa de satín que nos obligan a usar.

Así como estas, hay incontables historias, pero no por ser muchas, sino por ser una más horrible que la anterior y las anteriores: fueron las menos aterradoras y de las que me han contado. En esta ocasión te hablaré de mi propia historia que, pareciera una de ficción y un buen chascarrillo para contar en las reuniones de amigos, pero no, es verdadera y el motivo por la cual hoy desaparezco: te hablaré del Benito quemado.

Siempre recuerda esto: en cada acto de bondad, siempre habrá un acto de egoísmo más grande detrás de él. Pero, en algunos actos de egoísmo, puede que haya una bendición que no podemos ver. Ya que sea del lado beneficiado o afectado en el que te encuentres, la avaricia jamás te quitará la venda de los ojos para que puedas detectarlos.

Ahora sí, el Benito quemado no es una persona como tal, sino un billete de quinientos… bueno, en realidad fueron varios billetes quemados los que originaron esta terrible historia. Todo comenzó mientras estaba trabajando. El tercer viernes de cada mes, siempre asistía un hombre que, en este mundo, podría pasar como cualquiera de nosotros; pero había tres cosas que le hacían diferente, si no es que único: primero, contaba con un cinturón de hebilla enorme, pero no era de esos típicos cinturones con grabados de rodeos, herraduras o cosas rancheras, tenía grabada una iglesia con la palabra infierno debajo de ella; segundo, siempre dejaba una moneda de diez pesos de propina, pese a que siempre consumía más de cinco mil pesos en la barra para él solo; y tercero, siempre quemaba billetes de quinientos para encender sus cigarrillos y los de las personas que se le acercaban de manera incrédula, pues no concebían que fuera cierto este ritual que no solo era para él mismo, sino que lo compartía con los demás.

Una vez le pregunté cortésmente por qué no, en lugar de quemar los billetes y utilizarlos como encendedor, mejor me daba uno de los billetes y yo le encendía el cigarro cada vez que tronara los dedos. Me contestó con una mirada fúrica y una risa insolente, mientras decía: “Qué estupidez estás diciendo”. Se marcho riéndose, no sin antes dejarme su respectiva moneda sobre la barra.

Fue un momento tan humillante que me cayó no como un balde de agua fría, sino con una patada directa en los huevos, una de esas inolvidables que, sin importar el paso de los años, aún sientes el dolor como si acabara de pasar… Todo sucedió de la misma manera por más de un año: no cometí el mismo error de hacer comentarios sociales que me pudieran envolver con él o con cualquier otro de los clientes, además de que eso me permitía poner un límite y no me ponía en el ojo del huracán en el caso de una “situación especial” que pudiera comprometer mi integridad.

Un día tuve que dejar a un lado esta tonta forma de pensar, pues poco a poco me estaba volviendo una versión más ligera, pero igualmente despreciable de ellos. Era un turno más en la oscuridad de aquel horco que de apoco nos llevaba a todos a sus profundidades. Un par de sujetos abordaron al Benito quemado: mientras uno intentaba hacerle plática, el otro claramente alteró con un polvo su bebida. Dentro de mí hubo una monumental pero efímera pelea del bien contra el mal, donde no sabía si dejar que acabaran con una peste de este mundo putrefacto o si era necesario volverme parte de esta mierda.

En centésimas de segundo, opté por hacer lo “correcto”. Don Benito quemado había tomado su bebida y estaba a punto de consumirla hasta la última gota, corrí y tiré por los suelos el brebaje que estaba a punto de hacerle no sé qué, pero estoy seguro de que no sería algo bueno. Se levantó del banco de la barra, me sostuvo con una fuerza de la cual no lo creí capaz y, cuando estaba a la mitad de llevar su puño contra mi cara, grité: “¡Veneno! ¡Ellos pusieron veneno en tu bebida!”. Me soltó y me ordenó señalar a las personas responsables; las señalé y, con un solo chasquido, los hombres que se encontraban a su alrededor los tomaron por la espalda y se los llevaron sin tanto lío.

“¡Gracias!”. Palabras tan secas y poco agradecidas realmente de su parte mientras de su bolsa sacaba nuevamente una moneda de diez. Se dirigió con mi hermano… Es un mal chiste que el valor de salvar una vida sea solo de una moneda de diez pesos, esto sí es no tener madre… Esperé a que terminara de hablar con mi hermano, porque sabía que entraría al baño a limpiarse. Mirándolo a los ojos le dije: “De verdad es todo lo que voy a obtener por salvar su maldita vida, una estúpida moneda que no compra ni un vaso de agua, con todos los montones de billetes, no merezco un puño para poder vivir con un poco de dignidad por un par…”. Me interrumpió de la misma manera con la que me sacudió hace un rato, me tomó con una sola mano y me dijo sin tanto preámbulo: “¡Estas son las únicas monedas necesitarás! ¡Ahora, lárgate y será mejor que te desaparezcas para siempre!”.

Tiró las monedas al piso, me agaché por ellas y salí de inmediato de ahí. Sin embargo, mi hermano ya me estaba esperando afuera del baño. “Tenemos que hablar”. Me llevó a su oficina y la charla sólo fue un par de oraciones de su parte: “Aquí tienes dos sobres, uno es tu liquidación, porque a partir de hoy estas despedido; el otro es un sobre de Don Alexis, me lo dio para entregártelo en cuanto te despidiera… Después de todo, él me dijo que lo hiciera”. Tomé los malditos sobres y salí sin decir nada a nadie.

Caminé por un par de horas sin ningún rumbo en realidad, cuando por fin me cansé, me detuve a las orillas de una banqueta, abrí el mentado sobre de mi liquidación y vi el contenido: dos mil pesos. ¡Dos mil malditos pesos por más de un año de mi vida! Era una más de las malditas burlas de mi hermano que no deberían de sorprenderme ya a esas alturas. Y en el otro sobre, de seguro, venía otra burla más del tal Don Alexis. Estaba a punto de tirar la carta, pero la abrí y había unas palabras que hoy nos cambiaron la vida…

“Escúchame bien, imbécil: aunque no lo haya parecido, realmente agradezco que me salvaras la vida, pero lo que hiciste solo fue prolongar lo inevitable. Es más, a partir de ahora tú también corres peligro, porque estoy seguro de que los sujetos no venían solos y te tendrán identificado. Así que, después de haber ido por mí, irán tras de ti, ya que tu bocaza les costó el plan y la vida de dos de los suyos… y créeme, por menos de eso han acabado con otros más.

“Le pedí a tu hermano que te echara del lugar y te diera una justa liquidación, pero, como estoy seguro de que esa maldita rata no te dará casi nada, las tres monedas que te di en el baño son unas monedas Bicentenario ultra raras, con un valor en el mercado de más de 100 mil pesos cada una. No es mucho, pero te permitirán alejarte de momento…

“Una última cosa: si nunca te di un billete de quinientos de los que solía quemar por diversión, ¡fue porque son falsos! La joyita de tu hermano me ayudaba con negocios de lavado y fabricación de dinero falso, así que también no tardan en ir por él. Aléjate de todos los cercanos, porque a partir de hoy no tienes vida entre los vivos, solo será cuestión de que te encuentren o de que el tiempo mismo, se adjudique tu vida”.

Así que esta es mi historia, podrá parecerte una tontería más que elaborada para poder huir de lo que me toca de culpa en este embrollo, pero créeme que cada una de las líneas es totalmente cierta. Por eso, como dijo Don Alexis, tal vez no sea mucho para hacer una vida de verdad, pero dejo las tres monedas bicentenario en tu poder, sé que les sacarás provecho y que cuidarás a tu madre cada día que yo no esté y, sobre todo, recuerda que yo te amo con cada uno de mis latidos, hija.

P.D. Si alguna vez tienes curiosidad sobre mi paradero, estaré vagando por los restaurantes y paraderos de las carreteras. Lo más seguro es que habré cambiado mucho, por lo que la forma en la que sabrás si estoy bien o no, pero, sobre todo, si estoy ahí, es la siguiente: habrás de dejar una moneda de diez sobre la barra, ir al baño y, si encuentras una segunda moneda de diez junto a la que pusiste, lo más seguro es que el deteriorado cuerpo que te atendió sea yo… No podrás hablarme de manera directa, pues no sé si dejaremos de estar en peligro para entonces, así que tendremos que conformarnos con ese simple gesto que indicará que todo marchó de buena manera y estaremos amándonos siempre, aun sin poder tocarnos ni vernos de frente.

Te amo con cada latido, querida, y espero alguna vez me perdones todo lo que te hice.


Salvador León. Licenciado en mercadotecnia y publicidad. Ha sido parte de varios cursos y talleres prácticos de escritura, siendo un diplomado de creación literaria por parte del INBAL el pilar de su formación como escritor y el que lo ha impulsado en proyectos como la participación de tres poemas en la Tertulia Literaria del Estado de Guanajuato. Tiene un relato de ficción publicado en el libro de Memorias de la Pandemia de la editorial Portable.

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