Por la calle del olvido,
vagan tu sombra y la mía.
Enrique Urquijo Prieto
La calle del olvido es donde, desde hace casi siete años, Nambo ha montado una tienda de discos de segunda mano. Hoy desearía que su mente lograra hacerse una con esa calle, y sí, conseguir olvidarlo todo. El día ha resultado especialmente tortuoso. Nadie ha cruzado la puerta de entrada y eso le ha permitido disponer de mucho tiempo para pensar, excediendo los límites de lo que resulta sano para cualquiera.
Las agujas del reloj marchan tan lentas que por momentos pareciera que se han detenido sin más. Él, absorto, sostiene en sus manos un viejo libro, cuyas amarillentas páginas pasa con la misma lentitud que corre el tiempo; avanza en una lectura cuya esencia escapa por completo de su entendimiento. Si alguien le preguntara de qué va la historia, sería incapaz de decir más allá del título, pero nadie lo hará.
A sus casi treinta años se siente cansado y, sobre todo, aburrido y agobiado. Hoy es uno de esos días que más le cuestan. Desearía que su tienda estuviera llena de gente; aunque no compraran nada, bastaría con que le concedieran la bendición de mantenerse lejos de sus pensamientos; pero no es así. El pasado es un acreedor que nunca desiste y termina por cobrar las deudas, por más viejas que sean. A veces piensa que lo más sano sería plantar cara y que pase lo que tenga que pasar; otras veces siente que no debe permitirse claudicar. Y así transcurren los días.
Cierra el libro y lo deja descuidadamente sobre el mostrador, donde reposa una taza de café frío, que debe de llevar ahí al menos unas seis horas, y los restos de una hamburguesa, que terminan embarrándose en la contraportada del libro; lo que en otros tiempos sería imperdonable para Nambo, pero esta vez ni se entera. Se para en la puerta del local y, desconcertado, observa que la calle luce desierta. Ha fallado en su intento de dispersarse, viendo a la gente pasar; pero no hay nadie en las calles, por eso el vacío en su local.
Dan las siete de la tarde y Nambo, intentando salir del profundo sopor que le tiene cautivo, coge las llaves y se aproxima a la puerta. Por fin ha llegado la hora de cerrar y marcharse a casa, donde todo será igual, pero al menos en el trayecto se podrá distraer un poco. Su mano se dirige en automático al interruptor de las luces y se detiene en el aire.
A través del cristal puede verla; sus miradas se cruzan y Nambo se sorprende ante la profundidad de aquellos ojos aceituna. Ella le ve también deteniéndose por un instante. Ante sí, observa la silueta de un hombre roto, lo puede ver en sus ojos, cuyas bolsas denotan la cantidad de noches que lleva sin dormir.
Luego continúa su camino, dándole un sorbo a la bebida que sostiene en su mano derecha. Es una de esas malteadas con atributos mágicos. Cristina siempre le ha dado mucha importancia a la vida sana, al menos en los alimentos, y, en aquellos productos tan de moda en estos tiempos, ha encontrado un buen cobijo.
Va a cruzar la calle y, sin saber por qué lo hace, se posa sobre un charco que se ha formado y con una sutileza lo pisa una y otra vez. Luego, echa la vista atrás y observa al tipo de la tienda, justo en el momento que él cierra el candado de la reja. Ella suspira y puede incluso escuchar el clic metálico. Cierra los ojos un instante para después cruzar por fin la calle, alejándose.
No lleva prisa, pero marcha decidida. Sabe que cada paso que da es para nunca más volver atrás. En la espalda lleva una pequeña mochila, donde además del móvil, sólo carga las llaves de casa, un libro, sus audífonos y el poco dinero que logró ahorrar. No guardó ropa, más que la puesta; tomar algo del armario y llevar alguna maleta habrían hecho notoria su salida.
Ahora se siente más tranquila. Ha caminado bastante. Intencionalmente no ingresó al metro en Plaza Elíptica, como siempre lo hacía. Ahora, un tanto sin rumbo disfruta lo que ve. Nunca había caminado por esta zona.
El sonido del móvil se abre paso desde su bolso y, cuando lo saca, descubre con desagrado que ya la buscan. Lo apaga y, aunque piensa en tirar el chip, por ahora no se atreve. Busca una estación de metro que no sea de la línea gris, no quiere correr el mínimo riesgo; lo más a la mano es Almendrales, ubicada en la amarilla. Frunce el ceño porque sabe que Legazpi se cruza con la circular y con tan mala suerte que se trae últimamente… pero ahora mismo es su mejor opción.
Los andenes lucen repletos de personas; eso la pone muy nerviosa, además de que nunca le han gustado las multitudes. Ahora mismo se le complica saber si está a salvo. Se muerde las uñas y se sorprende cuando es consciente de ello. Hace muchos años que había abandonado esta desagradable costumbre. Aborda un vagón y se repliega en la puerta contraria. No sabe por qué, pero le genera seguridad.
En la primera estación debería realizar el transbordo; sin embargo, prefiere una ruta más larga y quizá un poco más segura, es por ello que se sigue de paso. Las estaciones transcurren una tras otra, inquietándole cada vez que las puertas se abren y calmándose después, cuando estas se cierran y el tren comienza su marcha, acercándole cada vez más a su destino. Saca sus audífonos con el deseo de escuchar algo de música, pero luego, al ver su móvil apagado, comprende que lo mejor es dejarlo así; al menos por ahora. En Moncloa transborda a la circular, con mucho miedo; su cerebro no es capaz de dimensionar lo difícil que sería ser encontrada entre tantas personas.
Vive de nuevo la tortura en cada estación, hasta llegar al intercambiador de Avenida de América, donde apenas baja del vagón. Se dirige con premura al área de foráneos, luego en la taquilla de Alsa compra un billete sencillo. Inquieta, se espera en una de las filas de sillas más ocultas; al menos a ella le parece que no son tan visibles desde la entrada. A su derecha, encuentra una papelera, donde decidida tira las llaves de casa, sabiendo que nunca más habrá de necesitarlas.
Dan las diez cuando Cristina, cómodamente sentada en el asiento 11, escucha al conductor que enciende el motor y cierra la puerta, lo que le genera alivio; pone marcha atrás y se aleja del sucio andén. Siempre le ha fascinado viajar de noche; admirando primero las calles de la ciudad, con los anuncios de neón; algunas de las cuales lucen ya desiertas. Luego, la carretera que promete una nueva oportunidad. Siempre había soñado con conocer Bilbao y ahora es una buena ocasión.
Doctor en Ciencias Veterinarias como profesión y escritor de textos científicos. Vivió algunos años en España, retornando a su ciudad natal: Tepic, Nayarit, México. Amante de los viajes, el café, el rock y los libros (especialmente de terror y ciencia ficción). Músico amateur y ahora escritor de historias de ficción para sus hijos.
La trama es envolvente, y excelente narrativa.
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